Almanaque de costumbres
El autor recupera ritos, supersticiones y sabores a lo largo de un paseo por un pueblo de la comarca jiennense de Sierra Mágina
Hay topónimos que vienen como anillo al dedo, palabras que parecen haber nacido antes que el ser que les dio el sentido, significantes previos al significado. ¿Habrá ocurrido lo mismo con Mágina, nombre de este macizo y comarca jiennense, situados al sureste más inmediato de la capital, entre las carreteras que van a Granada y a las ciudades de Úbeda y Baeza? Porque Mágina debe ser palabra que designa a una comarca, hija de la magia y la imaginación: castillos y atalayas que recuerdan asuntos fronterizos, aguas traviesas que se escapan entre grietas y arroyos apretados, olivares que se empinan cuesta arriba y polígonos de huertas que descienden escalonados, blancos fosforescentes de almendros y rojos ensangrentados de cerezos. Y sus pueblos encalados por los que se derrama la conversación lenta, pueblos de calles empinadas y retorcidas que estrechan olores de lumbre y guisos añejos, ritos y costumbres ancestrales, arcas de memorias y siglos de tradición.
Quizás uno de los pueblos de la comarca que más y mejor conservan y sintetizan historias y leyendas, senderos y costumbres, sabores y misterios, sea Albanchez de Mágina. Sí, de la magia sorprendente de la madre naturaleza, de la imaginación de las costumbres festivas, de las imágenes de los ritos paganos que conmemoran el calendario, del imán de devociones ciegas que se hacen fe a pie juntillas, de la imanación que los sabores abovedados de sus guisos y dulces producen en el paladar.
Está Albanchez de Mágina, colgado como un pino de su castillo roquero, entre la sierra de los Castillejos y ese cerro, otrora afilador de nubes y tormentas, el Aznaitín, vientre calcáreo preñado de lluvias que rompe aguas por las fuentes de la Seda y los Siete Caños, por la bella Cánava o la rumorosa Hútar. Como es seguro que volverá, el viajero puede optar por hacer urbana su primera visita. Habrá de poner lento el andar para subir por calles empinadas. A veces los tramos se tornan escalinatas o falsos rellanos donde detenerse, escuchar un dicho o preguntar por cualquiera de los muchos ritos ancestrales que aún se recuerdan: porque aquí se curaban la quebrancías de los niños desgajando la rama de un granado para volver a unirla con barro y esperar porque ambos obtendrían el mismo resultado; y confiesan que se perdonaban los pecados con solo enterrar una soga con tantos nudos como credos se hubieran rezado para su remisión. Pero habrá que continuar subiendo mientras se sigue viendo el castillo, omnipresente, si se quiere visitar la iglesia renacentista de la Asunción, cuyo campanario se hizo espadaña al no poder competir con la altivez del castillejo.
Dentro de la iglesia, el viajero contemplará la pila bautismal del siglo XIV antes de detenerse en la capilla el patrón, san Francisco de Paula: ése al que las mujeres comisarias desnudan para lavarlo con colonias, ése por el que empujan y pelean los hombres con tal de quedarse con una de sus andas para todo el año, ése que lleno de milagros no puede salvarse de las muchas fanegas de trigo que le llueven desde los balcones. Al salir, yo que el viajero bajaría por la cuesta del Reloj, hacia la Fuente de los Siete Caños (siglo XVII), hasta no hace mucho lavadero que devolvía barreños de ropa limpia como los chorros del oro. Desde ahí puede contemplar la escurridiza aridez de Las Rastras frente al esplendor vegetal de las huertas y la soberbia cresta del Torcal.
Habrá que iniciar el descenso hacia la plaza cuidando no resbalar. Ahora es el momento de observar los cada vez menos ejemplos de la vivienda típica: la de la fachada encalada y con reducidos balcones y ventanucos, la del parral que nace en el interior de la casa antes de subir fachada arriba y convertir sus pámpanos y sarmientos en tejadillo del balcón, la de la ancha puerta y espacioso pasillo para permitir el paso de los animales de labranza. Seguro que de alguna de ellas habrán de salir humos y olores que, no aguantando ya en el puchero, se esparcen y expanden dando envidia y vacío al estómago: el picante agresivo de la morcilla de res, el caldoso guiso de maíz, los borullos de masa picada como el arroz, la caldereta de cordero...
Y es que Albanchez tiene una sabrosa y variada gastronomía, a veces incluso supersticiosa, como esas gachas que se comen en agosto, lo más calientes que se pueda y si se aguanta hasta con la cabeza tapada, para que tales calores compensen los hielos y fríos del invierno. Al pasar por cualquiera de los dos hornos será abducido por el aroma de una rica repostería que empezó siendo navideña y ya ha conquistado todas las hojas del calendario: almendrados, plumillas o bizcotelas, roscos y hojuelas, magdalenas.
Si al llegar a la plaza el viajero ha querido aliviar sus hambres con una cerveza en el bar del Morrongo o Manolillo y le han visto cara de forastero, posiblemente le acosen los oídos explicándole la forma tan singular de celebrar ciertas fiestas: por Navidad, calentando los villancicos autóctonos echando a las chimeneas un nochebueno, así llamado el leño de oliva más hermoso que se ha seleccionado para que aguante toda la noche. Como única en el mundo consideran su forma de celebrar el carnaval, disfrazándose con esa pelusa que se desprende de la enea. Y si hermosas y potentes son las llamas de los hachones que secularmente procesionan el 3 de mayo, no son menores las ramas de higuera, parra o pinchos que en la noche de san Juan cuelgan a las puertas de las mozas casaderas con significados no siempre cariñosos.
A dos kilómetros al viajero le espera una buena mesa en la Casería de San José de Hútar: el rumor escalonado del agua y la vegetación abundante le harán asimilar la intensa visita de la mañana. La tarde puede transcurrir entre los parajes Hútar y el Ayozar; pero eso no será sino para ver el prólogo de lo que puede dar otro día: sus senderos y parajes.
- Para comer y dormir: Casería de San José de Hútar. Hospedería y restaurante de cocina típica. A 2 km. del pueblo. Camping El Ayozar, de 2ª categoría, entre encinares y olivos. Bares de Morongo, Manolillo y Hútar, de abundante y típico tapeo y conversación.
José Román Grima (Chilluévar, Jaén, 1948) es maestro y escritor, autor del libro de relatos A dos voces, con el que obtuvo el 14º Premio de la Diputación de Jaén en el 2004.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.