Un criptograma isabelino
En Sacramento, un viejo cuento de Handke, un chico retrasado y muy faulkneriano está tendido en la paja de un granero sin poder moverse, y desde allí nos cuenta lo que puede ver y oír a través de una pequeña rendija: una pelea entre adultos de la que apenas atrapa sus motivos, y que resultará ser la escena final de Duelo en la Alta Sierra de Peckinpah. José María Pou me hablaba de un reciente montaje de Sweeney Todd narrado como la paranoia alucinada de Tobías, el muchacho que enloquece por la cadena de crímenes de Sweeney y Mrs. Lovett. Para completar el terceto, acabo de ver una de las más sutiles y profundas muestras del "punto de vista secundario", centrando la puesta en escena de The Winter's Tale de Shakespeare, que Edward Hall y la extraordinaria compañía Propeller han presentado en el Festival de Otoño y Temporada Alta. Los periódicos han destacado el hecho de que Propeller sea un grupo enteramente masculino que interpreta a personajes de ambos géneros a la manera de las troupes isabelinas, lo cual no es ninguna sorpresa: Cheek By Jowl alcanzó un gran éxito hará casi una década con una lectura similar de As You Like It. La verdadera novedad, a mi juicio, es el eje de su versión, que ofrece una lectura sugestivísima y radicalmente moderna del texto sin quitar una coma ni trufarlo de gadgets; una lectura que hubiera complacido por igual a Bruno Bettelheim y al David Lynch de Lost Highway. Ese "punto de vista secundario" está espléndidamente elegido: se trata de la "visión" de Mamilius, el pequeño príncipe, el hijo del rey Leontes y la reina Hermione de Sicilia. De un día para otro, como suele suceder, el "pequeño reino afortunado" de Mamilius salta por los aires. Papá Leontes se convierte en un furioso Lear repentino (o un Otelo que contiene a su propio Yago) y acusa a tío Políxenes, monarca de Bohemia, de seducir a mamá Hermione. Desde su cuarto de juegos, situado en un altillo que rodea en pasarela el espacio principal, el pequeño Mamilius percibe, aterrado y sin comprender, el criptograma que extiende sus patas de araña, como en la obra de Mamet: la ruptura entre Leontes y Políxenes, hasta entonces amigos del alma, casi hermanos, y los gritos feroces que acusan a mamá de adulterio, y la orden de muerte que papá dicta contra el tío, y el puntillazo, quizá definitivo, de que mamá alberga una princesita en su tripa. El niño ronda en pijama por el palacio como un alma en pena, rodeado de gritos y ahogándose en un charco de silencio. Nadie le habla, nadie explica nada. Podría hacerlo tía Paulina, fiel defensora de la causa de Hermione, pero parece que esa tarea ocupa toda su atención. Se invierten los papeles, porque es Hermione, la madre, quien pide a su hijo que le cuente un cuento, un cuento para calmar su dolor. El niño sólo puede contar un cuento triste, porque "a sad tale's best for winter", el invierno que acaba de instalarse para siempre en el palacio, convirtiéndolo en una casa desolada: paredes grises, ventanas heladas, techo bajo, un manto de polvo, como si todos hubieran muerto. Acude a su padre, que sólo sabe gritarle "¡Go play, boy!", ése es el mandato. Y el niño juega, sueña, se cuenta un cuento para escapar de la muerte. Porque Mamilius va a morir, como su madre. Muere de pena, nos dice Shakespeare. No dice más, pero esa muerte es el gran agujero negro de The Winter's Tale. Justo antes de que se abra ese agujero, Edward Hall construye lo que Lacan llamaría una "fantasía de abandono", y Lynch una "fuga psicogénica", una vía de escape detonada por el dolor y la desesperación. Edward Hall convierte a Mamilius en un aprendiz de Próspero, no en vano The Winter's Tale y The Tempest son piezas vecinas de textura e invención. Mamilius, como el Próspero de Brook, juega con un barquito que enviará a Antígono a Bohemia, y el oso que va a devorarle es su propio osito de peluche. Bohemia, más allá del río y entre los árboles, es un paraíso mental donde mandan los sentidos, donde la luz y el color repintan la casa desolada. Viajamos al territorio de la resurrección, de las resurrecciones, gobernado por Autolycus, un Puck taimado y gozoso, casi villoniano. Y Mamilius se reinventa como Perdita, la criatura que latía en el vientre de Hermione. El niño renace como su propia hermana, vuelve a ocupar "el lugar del hijo". Por eso es imprescindible, en su fantasía, que el fantasma de Hermione encomiende a Perdita a un nuevo padre, un pastor de ovejas, y que Antígono, último puente con el mundo de Leontes, sea borrado por ese oso inverosímil, y que pasen dieciséis años de un soplo, para abolir absolutamente la infancia y sus tormentos, para rebrotar en la pura primavera adolescente, con el amor ya instalado. Es una idea capital que el joven actor que interpreta a Mamilius sea luego el personaje del Tiempo, que facilita ese pasaje, y más tarde, claro está, la reencarnada Perdita, la muchacha que va a "encontrarse" enamorada de Florizel, el hijo de tío Políxenes, para cerrar el círculo. Hubiera bastado, ciertamente, con ese único travestismo actoral: el resto, a mi parecer, es innecesario. Pero también en el mundo de Bohemia, una pastoral que parece pintada por Disney, renacen los turbios ecos del pasado, como en la fuga de Lynch, y Políxenes, que desaprueba el amor de la pareja, resulta ser tan tirano como Leontes. Hay un retorno a Sicilia y una resurrección última, maravillosa, estremecedora, para devolver a Leontes su cordura: la presunta estatua de Hermione vuelve a la vida pero retorna envejecida, maculada por el tiempo, como la amante de La grande magia. En la imagen final concebida por Hall, el niño muerto sostiene una vela. El padre se acerca a él, con los brazos abiertos, para una reconciliación última. Cuando parece que están a punto de abrazarse, el niño apaga la vela y ambos quedan sumidos en la oscuridad. He visto muchos montajes de The Winter's Tale: ninguno como éste. Como diría John Cheever, "en noches así, los reyes de áureas vestiduras atraviesan las montañas cabalgando sus elefantes".
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