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Columna
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Irán

Acababa de cumplir 15 años. Iba con un amigo por esa zona de chalés entre el paseo de la Habana y Pío XII donde hoy tienen su vivienda, a prudencial distancia, Antonio Gala y Mario Conde. Al llegar a la calle de Jerez, justo frente a la embajada de Irán, vimos bajo un vehículo negro un extraño objeto. Era un cilindro metálico con una especie de émbolo que nos pareció un detonador. Lo observamos, lo manipulamos y creo que hasta le propinamos algún que otro golpe en el intento de desentrañar sus secretos. Un ejercicio de inconsciencia y estupidez que dimos por terminado llamando al timbre de la embajada y entregándole al policía de guardia el sospechoso artilugio.

Abrió el portillo de la garita un funcionario cuyo amodorramiento revelaba haber sido interrumpido en pleno sesteo. Le mostramos el cilindro y le contamos dónde lo habíamos hallado. El tipo dio las gracias con la cara regañada y nos despidió sin más. Al día siguiente volvimos a la calle de Jerez y en la garita ya no estaba el mismo policía. En su lugar había dos agentes a los que preguntamos por nuestro cilindro. "Entonces fuisteis vosotros", nos dijeron. Su compañero, según contaron, había apartado el artilugio sin informar a nadie. A la mañana siguiente el jardinero dio la alarma y se montó la de dios. La negligencia le costó al policía las vacaciones y el cilindro se lo llevaron los artificieros. Esa tarde entramos en la embajada de Irán por la puerta grande. Allí, bajo la foto del Sha Reza Palevi, nos invitaron a merendar y a Coca-Cola mientras nos interrogaban como unos señores. Nadie nos dijo jamás lo que era aquel cilindro pero ganamos esa tarde de lujo asiático y un punto positivo en la ficha policial que quién sabe para qué nos serviría después. El pasado mes de julio volví a entrar en aquella embajada. Lo hice con el fin de solicitar el imprescindible visado para viajar a Irán. Casi nada se parecía a lo que yo recordaba. Las medidas de seguridad eran extremas, apenas vi el jardín y en lugar del Sha había un retrato de Jomeini. Tampoco hubo Coca-Cola, pero fueron amables y nos ofrecieron un café de máquina con el que pretendieron aliviar el calvario burocrático. Quince días después, siguiendo la ruta del madrileño González Clavijo y con el bíblico monte Ararat como testigo, cruzamos la frontera turca para adentrarnos en el Irán de los ayatolás. Un país tres veces más grande que España y con casi el doble de habitantes. Un país de una pieza. No hay nada como viajar, nada hay como conocer en vivo las naciones y sus pueblos para que se vengan abajo todos los tópicos. El más injusto que padece Irán es el del odio al extranjero. Su aislamiento, lejos de provocar rechazo hacia el extraño, desata en la gente unos deseos de comunicación irrefrenables. Ya sea para tratar de convencerte de que el suyo no es un régimen terrorista o para denunciar la represión que practican los clérigos, los iraníes muestran una calidez con el foráneo que resulta casi enternecedora. Que nadie imagine tampoco un Irán sumido en la Edad Media. Poseen la mejor red de autovías de Asia Central, sólo en Teherán hay mas de siete millones de coches y el nivel cultural de la población puede que supere al de algún país de la Unión Europea. Es también una nación orgullosa de su historia y de sus señas de identidad. Herederos de la antigua Persia, poseen una lengua propia, el farsi, y unos rasgos faciales de una elegancia muy característica. Irán tiene una burguesía moderna cuya creciente pujanza anuncia cambios inexorables a pesar de los manejos electorales de los fundamentalistas.

Nada en cualquier caso comparable con la revolución social que se adivina en el mundo de la mujer. Y no tanto por la paulatina caída del velo, que las jóvenes persas convierten en juego clandestino de seducción, como por su discutida posición ante el sexo dominante. En un país donde las féminas ocupan puestos estratégicos en el engranaje laboral y arrasan a los hombres en la Universidad, será difícil obligarlas por mucho más tiempo a viajar en la trasera de los autobuses. Hay otro Irán distinto al que imaginamos en Occidente, otro diferente al que sale a manifestarse por las calles cuando mandan los curas o el Gobierno. Quien lo conozca sabe que los bloqueos y amenazas sólo consiguen hacer el juego a los que frenan la evolución. Son tan ciegos y absurdos como aquel petardo de la calle de Jerez.

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