Una larga línea de bolígrafo azul
A finales de los años sesenta realicé una obra conceptual que en sí misma cuestionaba la conceptualización del arte. La titulé Historia del arte y su materialización consistió en una línea horizontal trazada con un bolígrafo azul sobre papel de seda blanco. El concepto de esta obra ponía de manifiesto dos cosas. Por una parte, invitaba al espectador a leer la historia del arte con tal sentido de la perspectiva que la historia finalmente se sobreponía a sí misma y se convertía en una ilegible raya horizontal. En ese trazo, periodos, "ismos" y movimientos se confundían. Con esa negación se afirmaba, por otra parte, que el arte para ser tal cosa debe ser siempre idéntico a sí mismo. Para conseguir cuajar necesita obtener un mismo grado de intensidad. En definitiva, el guiño priorizaba la sabiduría por encima del concepto, que yo en el fondo negaba al arte como condición. En cuanto a la sabiduría, por ser tal superaba la conceptualidad pues emanaba de la experiencia de la vida.
Si los artistas dadá explicaron el arte como una defecación mágica, los de hoy intentan reducir lo esencial a cosa anecdótica
Por aquel entonces creía -y
todavía sigo creyéndolo- que el arte, si no es conocimiento, no es nada, y su existencia deja de tener sentido alguno. Con idéntica voluntad de distancia, intentaré forzar una aproximación entre el arte de los dadaístas -un arte juzgado como literario por muchos profesores universitarios- y el arte que la modernidad oficial de hoy consiente y que, sin vida, nace y muere dentro de las endogámicas paredes de los museos. El arte de los dadaístas no fue una negación sino un acto de reconciliación con la vida, con el todo, un todo imaginado como metamorfosis, como interrelación. La raíz del dadaísmo se nutrió de la oscuridad de los tiempos y, como toda fascinación por lo lejano, fue de naturaleza romántica. En francés, la palabra dada significa caballito de madera, entrañable objeto éste sobre el que Gauguin -otro artista nostálgico fascinado por los orígenes- pronunció las famosas palabras que fueron la mecha con la que las sensibilidades dadaístas prendieron fuego: "A menudo me remonté en el tiempo, más que a los caballos del Partenón, al dada de mi infancia, a mi buen caballito de madera". La lejanía que esos artistas trataron de rescatar no provenía, pues, de mirar únicamente hacia atrás en el tiempo, sino también de bucear en las entrañas del mundo y de las cosas, convencidos como estaban de que entre ambos abismos no había fronteras. No hubo para ellos nada que no fuese materia artística y eso porque no había nada que a sus ojos no fuese una expresión de vida. Así pues, al ver que en la vida había más arte que en la cosa artística se proclamaron contrarios al arte.
La artisticidad también molesta a los artistas de hoy -y cuando hablo de artistas de hoy me refiero a ese magma de artistas celebrados por la modernidad oficial-. Sin embargo, los motivos por los que la artisticidad incomoda actualmente son diferentes de los de nuestros antecesores dadaístas. Lo que les causa engorro hoy es precisamente aquello que a los dadaístas tanto placer producía: el misterio. Los artistas de hoy asocian artisticidad con intangibilidad y ésta les aterra porque en las cosas quieren ver sólo cosas, o bien la manipulación perversa que los poderes ejercen con ellas para así poder denunciarlos. Si los artistas dadá explicaron el arte como una defecación mágica e intentaron, como dijo Jean Arp, "poner cada cosa en su lugar esencial", los de hoy intentan reducir lo esencial a cosa anecdótica. Toman partido por la noticia y confunden el movimiento con la vida. Sin embargo, si los dadaístas negaron el arte de sus predecesores fue porque, según decían, la vida no se encarnaba en él, sino que sólo se simulaba. Hoy también, por ley de vida, su ambición es puesta en entredicho. Instalados en la denuncia, nuestros artistas contemporáneos exigen que el arte sea una respuesta social de efecto inmediato y feliz. Si para los primeros la gratuidad fue el sine qua non que justificaba su razón de existir (el arte, según Laforge, tiene que reflejar la anarquía de la vida), para los segundos la eficacia es condición primera y ésta consiste sobre todo en ganarse un puesto en las paredes de los museos, puesto que sin éstas sus denuncias no alcanzan el eco social y sobre todo mediático al que aspiran, es decir, no existen. Si los artistas dadá querían quemar museos, los que hoy les cuestionan quieren vivir permanentemente amparados por tales instituciones. Para aquéllos, en cambio, el dadaísmo era la causa primera de todo arte. En rumano dadá significa "sí, sí", y justamente el artista rumano Tristan Tzara no quería negarle nada al arte, ni a la vida. Para los artistas de ahora decirle sí a todo haciendo ver que dicen no es instalarse en la cómoda mediocridad de lo grisáceo, en un registro gris que justifica su incapacidad de riesgo, que les protege del miedo que les produce toda aventura que la moda no ampare y que les evita dar pasos en falso que pongan en entredicho sus diseñadas carreras. Por el contrario, los dadaístas, que nacieron a partir del desengaño causado por la cultura de la civilización que les había conducido al horror de la primera Gran Guerra, odiaban las estrategias. Veneraban el azar, al que consideraban la comadrona de las sorpresas, mensajero de todas las maravillas...
No olvidemos, sin embargo, que entre estos artistas y aquéllos están los otros, los grandes artistas de siempre, aquellos que en silencio sostienen el mundo. Me refiero a los anónimos, anónimos como aquella línea horizontal repleta de historia sobreponiéndose a sí misma que un día quise convertir, gracias al arte, en un concepto, en una realidad intangible que lo superase.
Antoni Llena es artista plástico y autor del libro La gana de l'artista (Edicions 62). Algunas de sus obras pueden verse actualmente en la muestra El arte sucede. Origen de las prácticas conceptuales en España, en el Museo Reina Sofía de Madrid.
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