Muévanse, chicos
David Beckham sale bajo palio del estadio Bernabéu; Woodgate se pone un mando a distancia en la frente, y Robinho, La Mascota, sacude la cabeza en un desesperado intento de olvidar la maraña de bulos, arengas y consejos que han provocado en él un extraño fenómeno de parálisis: era un gato en llamas y es un gato de escayola.
Junto a él, los otros chicos de Vanderlei ordenan sus ideas para entender una temporada esquizofrénica en la que hoy luchas por Europa y mañana por la comida, y comparten con sus colegas del Barça, el Villarreal y el Betis los azares de una peligrosa operación-retorno.
Con sus siete puntos a buen recaudo, Frank Rijkaard se concentra en Osasuna, un equipo que juega por decreto; más que un sistema, sigue una marcha militar en la que nadie se atreve a perder el paso. Su comandante en jefe, Javier Aguirre, tiene una enorme facilidad para elevar la moral de la tropa. Se acerca a Valdo, lo engancha por las hombreras, le explora el fondo del ojo y dice "Has crecido y has mejorado: ya estás maduro. Desde ahora no hay excusa para ti. Sal a jugar y juega".
Los ingenieros del Barça, es decir, Xavi y Deco, releen a toda prisa el manual de instrucciones. ¿Qué nos está pasando? A ratos jugamos como tahúres: nos movemos, tocamos el triángulo, envolvemos la pelota, y luego, en pleno éxtasis de geometría, la mandamos al limbo. Es cierto que, bajo su piel de león indomable del Camerún, Eto'o se subleva y se multiplica. No corre como una hormiga, sino como un hormiguero. Aparece media docena de veces en cada maniobra: señala un desmarque para tender una trampa, llega por la espalda del central y cierra la jugada en un último zarpazo. Pero, a despecho de su generosidad, el equipo ha perdido alguna de esas fibras nerviosas que conectan el olfato con la puntería. No hay una fórmula magistral que permita recuperarlas; se trata de un problema al que los estrategas sólo le han encontrado un remedio: contra el vicio de fallar, la virtud de insistir.
Desde sus cuarteles de la Albufera, Quique Sánchez Flores prepara su viaje a Madrid con una contradictoria mezcla de sentimientos: teme el partido de Chamartín, pero disfruta del miedo. A estas horas compone un discurso de ganador que reconcilie la aspereza de Albelda con la finura de Aimar, mientras Aimar compone una melodía de arrabal que le reconcilie para siempre con Albelda y con Quique.
En la distancia, Robinho cierra el círculo. Poco a poco logra deshacerse del caos del forastero, templa su fina musculatura de alquitrán y empieza a recuperar su memoria de felino y su veneno de araña.
Luego sube a la veleta, vuelve a pedalear y, como todos nosotros, cuenta los minutos que faltan para el domingo.
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