La maldición de 'Descalzo' Jackson
Los White Sox de Chicago buscan el título de la Liga de béisbol que sus compañeros de 1919 vendieron por 10.000 dólares
En la era en la que los esteroides han teñido de sospecha para siempre el mundo del béisbol, el pasatiempo nacional ha tenido una curiosa forma de devolver a Estados Unidos algo por lo que suspirar. Primero, fueron los Red Sox (Calcetines Rojos) de Boston, que superaron la maldición del bambino a modo de campeonato. Este año son los White Sox (Calcetines Blancos) de Chicago, que desde mañana disputarán las Series Mundiales a los Astros de Houston, los que se han citado con la historia para espantar los fantasmas. En este caso, no uno, sino ocho, encabezados por el legendario Shoeless (Descalzo) Joe Jackson.
Corría el otoño de 1919 y los White Sox, que, por entonces, gozaban del mejor equipo que había visto la por entonces joven vida profesional del béisbol, se enfrentaba en las Series Mundiales a los Reds de Cincinnati en lo que debía ser un sencillo trámite para repetir el éxito alcanzado dos temporadas antes.
El país se recuperaba de las heridas creadas por la Primera Guerra Mundial y tendía su mano al deporte en busca de consuelo. Sin embargo, en un episodio que vive en la infamia incluso 86 años después, ocho de los jugadores del equipo de Chicago se dejaron comprar a razón de 10.000 dólares por cabeza para perder una final que la mayoría pensaba que tenía ganada antes de jugarla.
Un año después, un jurado les declaraba inocentes por falta de pruebas, pero el comisionado Kenesaw Mountain Landis les desterraba para siempre del béisbol. Mucho antes de que los esteroides infectaran el gran deporte norteamericano, la corrupción dentro del vestuario de los White Sox supuso el fin de la inocencia del deporte, acontecimiento que se resume en la palabras de un niño que esperaba a Jackson en la puerta del juzgado. "¡Di que no es verdad, Joe; di que no es verdad!", le suplicó entre lágrimas.
Sin embargo, de los ocho culpables, sólo la leyenda de Descalzo Jackson ha sobrevivido al escándalo y a la memoria. Él fue quien se convirtió en sinónimo del más triste episodio de la historia del deporte norteamericano. El mayor villano de su tiempo es recordado por muchos como un héroe que, pese a aceptar el dinero, intentó, arrepentido, devolverlo antes de la última serie. Para demostrar su buena fe, jugó una final maravillosa, bateando 12 veces, un récord en una final que se mantuvo hasta 1964.
Para sus detractores, Jackson no es más que una mancha que han agrandado Barry Bonds y Jason Giambi a base de anabolizantes. Para sus defensores, Jackson fue uno de los mejores de la historia. "El mejor bateador nunca visto", en palabras del legendario Babe Ruth o un cabeza de turco víctima de la desesperación de unos compañeros que se sentían explotados al cobrar sólo 6.000 dólares por temporada.
Para colmo, los White Sox no sólo han tenido que remar contra su historia, sino contra el vecino rico del norte de Chicago. Los Cubs poseen, en efecto, un estadio, Wrigley Field, al que le sobra historia y encanto, una maldición de la que presumen -no ganan el campeonato desde 1908-, pero que sólo sus hinchas acaban de creer, y una colección de fracasos que conservan entre algodones.
Los White Sox, cuyo estadio está en uno de los barrios más pobres de la ciudad del viento no habían ganado un partido de postemporada desde que alcanzaron la final de 1959. Ahora han arrollado a los Red Sox y a los Angels de Los Ángeles para alcanzar la final de las Series Mundiales bajo la dirección del entrenador venezolano Ozzie Guillén, un tipo apasionado, carismático y habitualmente malhumorado que tiene el desafío de acabar con la maldición de Shoeless Jackson.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.