Cenicienta en Getafe
Las musas se han puesto el uniforme del Getafe y, de pronto, llueve café en el campo. Cuando todos sospechaban que el equipo caería en la modorra crepuscular que suele abatir a los equipos ascensores, los puntos han empezado a caer del cielo en una inesperada y asombrosa ceremonia de la abundancia. Quizá se trate de un fenómeno provisional: jugados minuto a minuto, con viento a favor o con viento en contra, sus partidos se atienen a la lógica inestable del fútbol de alta competición. Se juegan en el alambre, al borde del abismo, y siguen, sobre la pauta del vacío, una frágil secuencia de acontecimientos que finalmente conduce a la victoria.
A primera vista, el Getafe es una estructura compuesta en un desguace. Parece el resultado de ensamblar piezas y excedentes de distintas máquinas, y su combinación de valores da lugar a un artefacto asimétrico, lleno de pinchos, correas, toboganes, aristas, engranajes, serpentines, resortes y cazos soperos. Pero, aunque lo parezca, no es uno de los extravagantes artilugios de Waterworld ni la creación póstuma de aquel beatífico profesor Franz de Copenhague que ingeniaba los grandes inventos del TBO, sino el resultado de un raro proceso evolutivo en el que han intervenido mediadores tan distintos como el azar, la paciencia, Quique Sánchez Flores o el comandante Schuster de Ausburgo.
Con permiso de los demás actores, Bernd Schuster es, precisamente, la figura más chocante del entramado. Casi nadie se detiene a recordar que en su día fue el sucesor natural del otro profesor Franz: el kaiser Franz Beckenbauer. Desde la desaparición de aquel prusiano de seda que jugaba con bastón de mando, nadie había llenado mejor que él las pantallas ni los espacios y, aún más, nadie había mantenido con la pelota cierta relación de jerarquía que se inspiraba tanto en el dominio como en la arrogancia. Daba gusto verle, aplomado en mitad de la cancha, con su porte atlético y su melena nibelunga: controlaba mirando a otra parte, como quien abre la correspondencia; distribuía el juego en todas las distancias, y transmitía a los espectadores la inequívoca sensación de que fútbol era él.
Mientras los expertos le auguraban el más brillante futuro del momento, aquel tipo tan germánico dijo por sorpresa que nunca más volvería a la selección alemana. Con ese gesto abdicaba, renunciaba a los honores de jugador de época y se resignaba a la condición de ídolo local. Prefería ser el comandante Schuster a ser el emperador Bernardo.
Un día se cuadró en Getafe. Hoy, bajo su autoridad, gente bragada como Pernía, gente ingeniosa como Güiza y agentes letales como Riki, Pachón o Gica Craioveanu se organizan en una disciplinada compañía dispuesta a conquistar territorio o a cavar trincheras, según convenga a la causa.
Permitamos que disfruten sin reservas de su semana de gloria.
Que nadie perturbe su sueño de campeones.
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