En busca del alma rusa
Ser ruso nunca ha sido fácil. La fascinante exposición que puede verse ahora en el Museo d'Orsay, en París, nos muestra una parte significativa de la creación plástica rusa entre 1863 y 1905, entre el año de la "rebelión de los catorce" y el de una primera tentativa de revolución popular contra el poder zarista. La exposición viene a completar otras dos de años anteriores, una dedicada a la vanguardia entre 1905 y 1925, es decir, desde su eclosión hasta su liquidación a manos del partido, y otra, mítica, que ponía en evidencia las relaciones entre París y Moscú. Pero esta vez el núcleo del asunto no está en poner de relieve el carácter abierto, internacional y cosmopolita de los artistas rusos sino justamente lo contrario, en pillarlos en una fase de ensimismamiento, de "busca de identidad", tal y como reza el subtítulo de la exposición.
La exposición no es de pintura porque las telas presentes nos cuentan un país, una voluntad de construcción histórica, un delirio si se quiere
Si Pedro el Grande, entre 1689 y 1725, y Catalina II, entre 1762 y 1796, decidieron europeizar Rusia a marchas forzadas, creando San Petersburgo, una Administración centralizada y abriendo el país al Báltico y al mar Negro, los reinados de Alejandro II, Alejandro III y Nicolás II significan, al mismo tiempo, la industrialización del país y el confuso y difícil final del feudalismo. En ese contexto, los artistas se descubren más eslavos que nunca, se ponen al servicio de un pueblo mítico y de una cándida síntesis campesina de socialismo y cristianismo. Están convencidos de que "la tierra no miente" y buscan en los grandes y desolados espacios abiertos de la estepa "el alma rusa". Ese entusiasmo patriótico, que sucede a una fallida aclimatación de los grandes mitos occidentales al imaginario culto ruso y a una imposible adaptación de las muy contaminadas -¡tan turcas!- maneras bizantinas, encuentra diversas formas de materializarse. Una, la del realismo, va de la mano de gente como el pintor Répine, el escritor Gorki, el arquitecto Malioutine, o el paisajista Levitan; mientras la otra, tradicionalista, se inspira en los cuentos y leyendas populares recopilados por Afanassiev para transformarse en retablos modernos en el caso de Gontcharova, inventar la tradición en el del pincel de Vastnesov, el grafismo popular en el de Bilbine o un modernismo sui géneris en el de Vrubel.
Da la sensación de que los rusos,
en su helada burbuja de cristal, inventan o experimentan antes que nadie lo que el resto del mundo hará diez o veinte años más tarde. Funcionan en circuito cerrado, en el ambiente enrarecido de un público escaso, cautivo pero caprichoso, capaz de los mayores elogios pero también de las peores traiciones. El llamado "grupo de los catorce", que en 1863 se rebela contra los temas mitológicos impuestos por la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo, quiere "pintar temas rusos, contemporáneos". Y ahí está Répine (1844-1930) pintando a los sirgadores del Volga (1873), tan desarrapados como los trabajadores que Savitsky capta construyendo una línea férrea (1874) o los miserables de Missoedov que banquetean (1872). Y Répine nos deja también retratos memorables de Mussorgski o Tolstói, sólo comparables en precisión a los de Serov, que inmortalizó al mecenas Morozov.
La vertiente simbolista aparece dominada por un gigante, Mijaíl Vrubel (1856-1910), que tras su paso por Italia importa una pincelada próxima al mosaico, un puntillismo avant la lettre potente e inquietante. Cuentan que Picasso, en 1906, permaneció horas contemplando la sala consagrada a Vrubel en el Salón de Otoño de París. Sin duda vio en él una figura extranjera a su tiempo, que busca sus raíces muy lejos pero que también se proyecta más allá del presente. En el Museo d'Orsay podemos ver varios de sus demonios, personajes que parecen vivir fuera del mundo porque lo comprenden demasiado bien. Esa lucidez demoniaca, a emparentar con la de los héroes dostoievskianos, tal y como sugiere el historiador Mijaíl Guerman, acabará desembocando, en la vida real del pintor, en crisis de locura cada vez más graves que no logran apaciguar la generosidad elegante de Mamontov, otro mecenas, en este caso capaz de construir edificios para que Vrubel los decorase y resarcirle de los agravios que le infligía la academia.
La exposición no es de pintura. Y no lo es en todos los sentidos: porque las telas presentes nos cuentan un país, una voluntad de construcción histórica, un delirio si se quiere, pero también porque en el Museo d'Orsay hay planos de arquitectos, cerámicas, tallas de madera, grabados, trajes de escena o de calle, todo lo que los centros de Abramtsevo (cerca de Moscú), Talachkino (vecino a Smolensk) y Serguéi Posad (también en los alrededores de Moscú) podían producir mejor en el campo de las llamadas "artes aplicadas". Y el conjunto, que tiene cosas de gran calidad y otras que tienen más valor histórico que estético, es interesantísimo porque nos revela algunos nombres -además de los citados, añadamos el de Kramskoi, capaz de transformar a Jesucristo en personaje shakespeariano; el de Maliavine y su color caleidoscópico, y el de Andreev con sus cerámicas que inventan a Munch y Strindberg- pero sobre todo porque nos permite asomarnos al proceso de construcción de identidad de un país y comprender cómo la iconografía y las formas del realismo clásico de un Répine sirvieron de base para los cromos del llamado "realismo socialista" y como anclaje sólido al discurso de Jdanov reclamando, en nombre de Stalin, que los artistas sepan ser "ingenieros de almas". La Historia juega malas pasadas.
El arte ruso en la segunda mitad del siglo XIX: en busca de identidad. Museo d'Orsay. París. Hasta el 8 de enero de 2006.
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