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Columna
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Miles de naciones

Recuerdo una noche de 1983, en el barrio del Carmen de Valencia, y varios amigos en torno a José Martínez, el legendario editor del Ruedo Ibérico en París, valenciano de Villar del Arzobispo, anarquista radical y divertido, hombre valiente y mujeriego; ejemplarmente disoluto. Recuerdo que hablamos de muchas cosas heterogéneas. Lo mismo del fútbol modesto valenciano de los años cuarenta -que Pepe no había olvidado-, que de su huida a Francia por los Pirineos al final de la década. También repasamos los libros más celebrados que editó, los más perseguidos por Franco, y evocamos a los sicarios que el régimen nacional-católico le enviaba a su librería del barrio Latino, por ver si podían matarle. Recuerdo las enormes carcajadas de Pepe y su grotesca imitación de un poeta melifluo y cubano, a sueldo del comunismo castrista. Y recuerdo su recuerdo de que cuando llegó a Francia lloró de emoción delante de una charcutería. Y su respeto por Adolfo Suárez, líder del único partido que algo le ayudó en su regreso difícil a España, marginado por la izquierda clásica, que aborrecía su condición libertaria.

A lo largo de aquella cena (que sigue viva) hubo un momento en que sus palabras alcanzaron el delirio burlándose de la eclosión nacionalista que por entonces (¡anda que ahora!) vivía España. Pepe Martínez no salía de su asombro ante la constelación de naciones que empezaban a bullir. Crearemos una nación en Requena-Utiel, nos dijo, porque allí somos diferentes de los de Valencia. Y no digamos los de Morella de los de Orihuela, continuó. Y hasta los de Benimaclet son distintos de los de Benimámet, terminamos afirmando. Con parecido rigor al que otros usan para quebrar la Constitución. Luego la noche encauzó asuntos mucho más interesantes. Como la literatura. Y con la literatura quiero terminar esta columna. Con unos versos de Borges, que no era español. Dijo esto: "Más allá de los símbolos, /estás, España silenciosa, en nosotros./ En los íntimos hábitos de la sangre".

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