Cuatro cuestiones líricas
Uno. ¿Es obligatorio que a uno le guste la ópera?
En absoluto. Desde la II Guerra Mundial, la ópera ha perdido el poco prestigio social e intelectual que le quedaba. El esplendor de la monarquía y más tarde de la burguesía que el género escenificaba se ha diluido por completo. El nuevo lujo, como advertía Adorno, rehúye la ostentación. Quedan algunos ecos dispersos. Los anuncios de un perfume, un reloj caro, un campo de golf o un coche de gama alta en el programa de mano son vestigios fosilizados de un poder que ya no es. En Salzburgo los tour-operators sirven champagne francés en el autobús que traslada a las manadas de turistas de los hoteles al Festpielehaus. Hoy si uno quiere hacer negocios de verdad, más vale que salga del Teatro Real y del Liceo y se dirija a la tribuna del Bernabéu o el Camp Nou. Sólo si uno trabaja en una multinacional asiática abonada a un palco acaso tendrá que soportar una ópera. Pero será más molestia que momento decisivo. El ascenso debía ganárselo en todo caso en la reunión de la mañana, lejos del teatro. También la intelectualidad ha desertado de la ópera: ¿dónde están los Nietzsche, Kierkegaard, Shaw, Wilde o Hofmannsthal de hoy? La ópera es añoranza, sustracción: el motivo del ubi sunt es consustancial a su discurso. De manera que si no le gusta el género, viva usted feliz y no le dé más vueltas.
¿Hay voces como las de antes? Una cuestión que ya se ponían en el siglo XVIII pensando en el XVII
Dos. ¿Por qué son tan largas las óperas?
Precisamente porque pertenecen al pasado. Y porque los negocios antes requerían tiempo. Hacerse un lugar entre los favoritos del rey o cerrar un buen acuerdo comercial exigía perseverar y no mirar el reloj. Hoy las bolsas por Internet se han cargado el concepto: la velocidad es poder. La música, en cambio, es el arte de la dilatación temporal. Viaja dentro del tiempo, como el globo aerostático lo hace dentro del viento. El usuario pierde toda noción de temporalidad, del mismo modo que el piloto, la de la corriente que le transporta si no dispone de una referencia terrestre. En una época en que los segundos de la televisión se pagan a precio de oro, la música se dedica impunemente a despreciarlos. Wagner fue el gran demiurgo del tiempo musical: planificó incluso la duración de los entreactos. Fue sin duda el compositor más televisivo de quien se tenga noticia. Pero trabajaba a una escala hoy inaceptable, por anticomercial. La ópera pues no puede resistir el envite de los tiempos: sólo puede hacerlo subvencionada y como reposo del guerrero. Esto es, como carencia, como falta, como paraíso perdido. De nuevo, ¿ubi sunt los oropeles de antaño?
Tres. ¿Por dónde empezar?
Si a pesar de ello usted quiere perder el tiempo de manera sublime, métase dentro de una ópera y déjese llevar como si fuera un globo. ¿Qué ópera escoger? Hete aquí una cuestión que se pregunta a menudo. No hay respuesta unívoca, aunque sí una fórmula que no suele fallar: por Mozart. Giorgio Strehler, en sus escritos, ha dado una buena razón: porque con Mozart no necesitas prepararte, simplemente te metes y te dejas llevar, como si fueras un globo. Beethoven (Fidelio) se pasa el rato diciéndote: "Ahora presta atención porque te voy a decir algo importante". Por supuesto, acaba por decirlo, nunca defrauda, pero al primerizo puede que se le agote antes la paciencia. Wagner ya ni se molesta en prepararte. Tan importante se cree -y lo es, pero no hace falta ir tan de matón-, que sin pedirte permiso te sumerge en una bruma espesa de la que saldrás cuando a él le dé la real gana (Canción de la estrella de Tannhäuser, aria de amor y muerte de Isolda, por citar dos ejemplos al azar). ¿Y Verdi? Sólo conviene si ya de entrada se buscan emociones fuertes. Pero, en general, al principio es preferible dejarse llevar por una brisa tranquila más que por el Katrina: mejor Soave sia il vento (Così fan tutte) que la tempestad convulsa de Otello.
Cuatro. ¿Hay voces como las de antes?
Si usted ya anda metido en harina, contestará con un no indefectible y rotundo a esta pregunta. La estirpe de las/los Schwarzkopf, Callas, Tebaldi, Flagstadt, Nilsson, Victoria de los Ángeles, Björling, Di Stefano, Kraus, etcétera, ya periclitó. En realidad, hay voces y las seguirá habiendo. Pero de nuevo actúa aquí, recurrente, el motivo del ubi sunt. Si se lee alguna crítica del siglo XVIII se constatará cómo ya entonces se echaban en falta las grandes voces del XVII. La atracción profunda de la voz se basa de nuevo en una negación: en la posibilidad de que se quiebre irremediablemente, de que pierda su frescura primitiva, de que nunca más vuelva a ser la que fue, agigantada por la memoria. El mito del ángel caído es consustancial a la diva: nótese que el término es operístico por excelencia.
En fin, si a usted le gusta la ópera, sepa que vive en un no-lugar y un no-tiempo. Y tranquilamente vuelva a soltar la lágrima escuchando Dove sono i bei momenti. La ópera es de los pocos lugares donde llorar es de buen tono: demuestra sensibilidad. Recuerden a Robert de Niro, como Al Capone, llorando a rienda suelta mientras escucha Pagliacci.
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