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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

'Boston Marriage' en el Lliure

Marcos Ordóñez

Un matrimoni de Boston (Boston Marriage), de David Mamet, que acaba de inaugurar la temporada del Lliure por todo lo alto, con el público puesto en pie y gritando bravos, es un regalo doble, triple, múltiple: tres actrices (Anna Lizarán, Emma Vilarasau, Marta Marco) en la rotunda plenitud de sus talentos; un director (Josep Maria Mestres) que firma una puesta magistral, sin hipérboles; un traductor (Joan Sellent) que ha conseguido que fluya y brinque un texto endiablado; y un equipo artístico (Maria Araujo, Pep Duran, Toni Santos, Nina Pawlowsky) que nos instala en una bombonera que haría babear a James Ivory. Boston Marriage ya nació como regalo. Un regalo de verano, un summer stock de lujo: Mamet la escribió porque quería ver de nuevo juntas y en acción a tres actrices de su compañía, la Atlantic Theater Company -Felicity Huffman, Mary McCann, y su esposa, Rebecca Pidgeon-, a las que había dirigido en Esquina peligrosa, de Priestley. La función, estrenada en Boston el 4 de junio de 1999, sorprendió a todo quisque. Parecía una extrema rareza en la trayectoria de su autor: una alta comedia "de época", lo que los victorianos llamaban una drawing-room comedy y los franceses una cómedie de boudoir; protagonizada exclusivamente por mujeres y, para redondear las sorpresas, con final feliz. Su título es el eufemismo con el que se designaba, a finales del XIX, a una pareja de mujeres que vivían juntas, con o sin sexo, pero al margen de los hombres. Anna (Anna Lizarán), una dama cínica, brutal y snob, de lengua larga y bolsa corta, ha aceptado a un "protector" para poder mantener su vida de lujo y su relación con Claire (Emma Vilarasau), su joven amante. Pero Claire se ha enamorado de una adolescente, a la que planea seducir en el mismísimo salón de Anna, que acepta la relación a cambio de poder asistir, oculta, al encuentro entre ambas. La tercera en discordia, que ejerce el rol de coro para este dúo, es Catherine (Marta Marco), una criada embarazosa (y embarazada) sobre la que Anna y Claire descargan su bilis racista y clasista.

La estructura, para empezar, es pu

ro Mamet. Hay un collar de esmeraldas que, como la moneda de American Buffalo, denota un enredo de revelaciones sucesivas y continuos giros de la trama: la llegada de la amante, a la que no vemos; la identidad del protector; el grotesco tinglado que urden para salvarse y, sobre todo, las estrategias de Anna para recuperar a Claire. Por "debajo" del enredo, Mamet nos cuenta la historia de una relación que se está desintegrando: es una obra sobre la pareja, sobre lo que cada persona necesita y lo que está dispuesta a ceder. Por "encima", Boston Marriage es una gran fiesta del lenguaje, un refitolerismo retórico que genera la risa por contraste: las protagonistas se expresan como la Gwendolyn y la Cicely de La importancia de llamarse Ernesto pero con una franqueza sexual y un desparpajo absolutamente contemporáneos. Tras su perfil selecto, las protagonistas son dos marginales que utilizan la palabra como arma o caparazón y necesitan engañar para sobrevivir: criaturas, pues, esencialmente mametianas. Quizá los que hablaron en su momento de un Mamet "sorprendentemente nuevo" olvidaban que, un año antes, el dramaturgo había reivindicado en la pantalla al Terence Rattigan de El chico de los Winslow. Wilde, pues, y Rattigan, y las falsas apariencias de Henry James y, en las fuentes del río, los fuegos de artificio de las comedias de Shakespeare: no costaría mucho imaginar a Anna como una tataranieta de la Rosalind de As you like it que, harta de los hombres (más vieja, más cínica, más sabia), decidió perderse en el bosque y montárselo con Celia. A ratos, esa opulencia verbal prima excesivamente sobre la trama, que en el segundo acto se adelgaza demasiado. Boston Marriage no es un Mamet de gran añada, pero es un divertimento delicioso y brillante: es obvio que se lo pasó bomba escribiéndola, y ese placer se contagia a los espectadores. También es obvio que, en manos de otro autor, se quedaría en un simple ejercicio de estilo: Mamet consigue que, sin dejar de reírnos por la desmesura de diálogos y situaciones, nos preocupemos realmente por la suerte de sus protagonistas. Josep Maria Mestres, nacido con el don de la comedia, concibe su puesta en escena como si tuviera entre manos la partitura de una ópera bufa, un Cosí fan tutte victoriano, no en vano cuenta con una excelsa soprano spinto (Anna Lizarán), una gran soprano ligera (Emma Vilarasau) y una espléndida soubrette (Marta Marco). Costaba creer que Anna Lizarán pudiera llegar más lejos tras su fastuoso recital en Escenas de una ejecución, de Howard Barker, pero su trabajo en esta función echa por tierra, con absoluta felicidad, cualquier apriorismo. Y ya tenía yo ganas de volver a encontrarme con la Vilarasau más burbujeante, tras el dramatismo habitual de sus recientes interpretaciones. Las tres, gracias a la mano expertísima de Mestres y su enorme olfato escénico, esquivan el peligro básico de Boston Marriage: interpretarla en continua clave de farsa. Entran y salen del artificio como si bailaran, jugándolo a tope cuando el autor lo pide, pero apurando todos los matices, todos los ritmos, que son muchos y muy difíciles de colocar: el aparte de Anna sobre la vejez, las zalamerías marrulleras y los stacattos de histérica vulnerabilidad de Claire, la falsa ingenuidad de Catherine, su explosión cómplice y su calculador coqueteo en el último acto. Con esta función viajas a un boudoir de Wilde (decorado con estampaciones del bosque de Arden) y también a un lisérgico universo paralelo: ante Un matrimoni de Boston en el Lliure uno tiene la maravillosa sensación de estar viendo a Conchita Montes, Amparo Baró y Lali Soldevila en un imposible Arlequín (o el Windsor de Alfredo Matas) de unos no menos imposibles años sesenta, en una España sin Franco y con muchísimo gin-fizz. No se pierdan ese cóctel.

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