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Columna
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Un himno

Buena parte del tiempo de cuantos vivimos lo más de nuestra vida en el régimen anterior estuvo veteado por los cánticos patrióticos que era preciso escuchar y corear con cierto decoro. Todos conocíamos la letra de los himnos de Falange, el Oriamendi de los requetés, el de La fiel Infantería, de la Legión y cuantos se interpretaban al concluir las sesiones de cine, de teatro o cualesquiera fuesen los eventos presenciados, incluidas las manifestaciones patrióticas, los actos patrióticos, una fuente pública, un estreno de José María Pemán o una película de vaqueros. Era la rúbrica de los vencedores, que no dejaba de producir algo de cansancio y fastidio. Llegados los años cincuenta, el fervor remitió. Todas aquellas expresiones tenían letra fácil de recordar -como en el otro bando la Internacional, A las barricadas, Bandera roja o el pedestre Himno de Riego-, todas, salvo el Himno Nacional o Marcha de granaderos, que hasta la fecha no ha encontrado un texto feliz y apropiado. Sentimos cierto rubor cuando en eventos deportivos internacionales contemplamos a nuestros representantes sobre el césped o el podio en un silencio difícil de interpretar por la gente extraña. Así vemos, en los encuentros internacionales, a los futbolistas como 11 marmolillos en un silencio inmóvil, sin saber qué gesto poner, conscientes de que les enfocan las cámaras de la televisión.

Desmenuzado en la actualidad el Estado de las Autonomías, los cantos regionales se reservan para actividades políticas o de menor entidad deportiva, y -salvo la canción del club, conocida por todos los socios y por nadie más- no han cuajado las arengas sinfónicas más que en el terruño. El Guernicako arbola, con la mitad del título en castellano, y quizá Els segadors, donde, al parecer, se preconiza la degollina de los españoles. Pregunten a un madrileño cualquiera por la letra o la melodía del himno comunitario que, al parecer, existe, aunque no lo conozca ni el Potito.

Sin embargo, hay uno, precisamente el de la tierra de donde procedo, el de Asturias, familiar a todo habitante de la Península que haya tomado una copa de más fuera de sus fronteras. Allí se asume con toda solemnidad, y en las misas mayores del patrón o la patrona de cualquier rincón suenan sus acordes, pausados en el momento cumbre. Es la vieja nostalgia del emigrante: "Asturias, patria querida...", interpretada por la gaita, con el melancólico y lento redoble del tamboril. Me pregunto qué pensará un notable biólogo, un excelso poeta o un académico terminal cuando reciben el sustancioso premio del Príncipe y la orquesta o banda sonora serena sus compases. Tiene una letra cuyas estrofas son explícitas y aparentemente singulares: "... quién estuviera en Asturias / en algunas ocasiones". Soy partidario de la vieja versión, porque refleja el deseo de lo que puede ser, pero no es más que un desfallecimiento del ánimo, desvalorizado al afirmar "en todas las ocasiones", pues la morriña, la saudade, la añoranza, no puede ser una situación permanente, que recomendaría al asturiano de pro no moverse de su casa. Menos difundido es el resto, que encuentro sumamente moderno y afectuoso. Presenta al nativo como familiar con la naturaleza: "... Tengo de subir al árbol, / tengo de coger la flor...", que no es un gesto gratuito, sino de generosidad y galantería: "... y dársela a mi morena / que la ponga en el balcón...". Aparte de la libertad con la sintaxis, está probado que en el Principado hay muchas rubias. Lo que dice el texto tiene connotaciones machistas, exigentes, que se corrigen de inmediato: "... Que la ponga en el balcón / o la deje de poner...", exquisito respeto por el libre albedrío de la moza y no sólo rehúye la ubicación de la flor, sino que lleva implícita la posibilidad de que la tire a la calle o a la basura.

El asturiano acepta de buen grado el destino que la morena, o la rubia, reserven a la flor y termina el canto con alegre conformidad, aunque reafirmándose en el propósito inicial: "... Tengo de subir al árbol / y la flor he de coger", con lo que permanece intacto el propósito de encaramarse entre el ramaje. Pues allí se lo toman tan en serio que los visitantes de Oviedo pueden escuchar, en el centro de la Villa, el campaneo de una Caja de Ahorros que, cada hora, desgrana las notas del himno. Para mi ánimo, bastante descreído, resulta ese himno emocionante -que es lo que debe tener un himno- y optimista, muy bueno para acompañar la soledad de los que están lejos.

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