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Columna
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Dos fábulas italianas

Dice Michel Houellebecq: "Para mí la noción de amor libre es un oxímoron". Quiere dar a entender con ello que para él se trata de una noción imposible, de que no existe tal cosa. Un oxímoron, sin embargo, define lo posible; no enuncia una contradicción, sino que la anula. El "pues si más vivo, más muero" de Juan de la Cruz, se refiere a una realidad vivida que sólo puede ser enunciada de esa forma, en ningún caso a un imposible o a algo irrealizable. De ahí que le hubiera cuadrado mejor a la intención del escritor francés hablar de contradicción en los términos antes que de oxímoron, y de hecho él mismo matiza luego su expresión anterior al declarar que para él amor y libertad son términos antinómicos. ¿Lo son realmente? Bien, lo sean o no, es evidente que la noción de "amor libre" disuelve esa antinomia y hace que amor y libertad sean compatibles. El amor libre, el amor oximorónico, es un amor posible. ¿Hablamos del mismo amor, se preguntaría a estas alturas Houellebecq, cuando utilizamos esa expresión que cuando nos referimos al fin amor, al amor pasional, al amour fou, al amor fiel, al único, al irrevocable, al que no muere, que es un filtro en el que se cierra la eternidad deseada, y a alguna de cuyas variantes supongo que se referirá el escritor francés? Seguramente no, pero si el amor oximorónico es un amor posible, el otro, ¿no se trata acaso, en su empeño último, de un amor imposible?

En un cuento de Luigi Pirandello, titulado Un caballo en la luna, se nos relata un caso de loco amor transido de animalidad y muerte. Y de una inmensa belleza, todo hay que decirlo. Se inicia con un banquete de bodas en el que el novio, sin que sepamos en principio la razón, provoca por su actitud y aspecto la incomodidad y el espanto de los demás invitados. Nino Berardi, se nos dirá enseguida, es presa de un loco amor por la que es ya su esposa, amor que le ha llevado incluso a intentar quitarse la vida. Es su deseo amoroso, manifiesto en su aspecto físico, el que provoca la repugnancia de los invitados. Un vez solos, Ida, la esposa, tratará de retardar la realización de ese deseo, proponiéndole a Nino subir a una colina, atravesar después la inmensa llanura que se contempla desde ella, etc. El pobre Nino, que es un joven obeso, la ve correr ante él casi sin poder seguirla, y más se agota cuanto más la desea. Ella divisa finalmente unos cuervos que rondan a un caballo moribundo. Y siente por aquel animal una piedad inmensa, piedad que Nino se la reprocha porque no la siente por él. ¿Pero es acaso él una bestia? Maliciosamente, el narrador nos describirá en un último gesto del caballo su noble belleza, en total contraste con la imagen animal que se nos ha ido ofreciendo de Nino. Este, mientras Ida corre a un caserío cercano en busca de ayuda para el caballo, se irá sintiendo mal, agotado y despechado, y morirá para cuando aquella regrese. La luna que se eleva, recogiendo en su disco a contraluz la cabeza del caballo, transfigurará por último, por una transferencia simbólica, su desdicha monstruosa. Así, la de todo amor loco, en su viaje lunar por una eternidad silenciosa, ¿e imposible?

Dice también Michel Houellebecq: "Todo lo que la ciencia permite será realizado, incluso si modifica profundamente aquello que hoy estimamos humano o deseable". Nos construiremos genéticamente, asegura Ginés Morata, en una estupenda entrevista de hace unos días con Arcadi Espada, y afirma categórico: "La muerte no es biológicamente inevitable". Puede que no lo sea biológicamente, pero sospecho que sí lo es azarosamente. Construido a la carta, el ser humano quizá pueda llegar a no morir, pero, ¿podrá impedir que lo maten? Una catástrofe natural, si, pero también el crimen. ¿O nos construiremos todos tan bondadosos que el mal deje de ejercer su atracción? ¿Y qué significará la irrupción de la muerte en ese universo de inmortales, de una muerte ya no igualadora, sino discriminatoria? ¿No supondrá la irrupción del terror absoluto?, -¡por fin la evidencia del Infierno!, y, por tanto, de Dios-. ¿O se llegará también a resucitar a los muertos? ¿Y el terror genético, esa modificación asesina a través de algún virus letal? El pelo de Orrilo. Lo cuenta Ludovico Ariosto en su Orlando. El ladrón Orrilo era casi inmortal. Si lo desmembraban, recomponía su cuerpo; si le cortaban la cabeza, corría a por ella y la volvía a colocar sobre los hombros. Pero su vida dependía de un cabello, no de cualquiera, sino de uno determinado de su hirsuta cabellera. Bastaba con arrancárselo para acabar con su vida, y fue lo que por fin consiguió hacer Astolfo. El pelo, el gen, el terror, el mal absoluto.

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