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MUJERES Y HOMBRES | Georges Brassens | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Días de vino y flores silvestres

Georges Brassens, que aseguraba haber nacido al pie de una vid, dedicó al vino sus más entusiastas canciones. Las florecillas del campo también ocupan buena parte de su poesía, y entre ellas parecía preferir el delicado azul de las nomeolvides. No era el suyo un mundo sofisticado, a la manera de las noches de Ava Gardner y Frank Sinatra, ni excesivamente desgarrado, al estilo del intenso universo de Billie Holiday o Charlie Parker. Eran otras intensidades: su mundo, soberbiamente sensual, estaba hecho de placeres sencillos, más nuestros, más familiares, más de sabio griego, también. No hay más excesos en la vida de Brassens que las travesuras salvajes de su pandilla de la infancia (algunas de ellas, importantes). O las borracheras junto a los amigos tras horas de conversación en el bar (borracheras por las que hoy día uno puede pasar por un bicho raro... ¡incluso en una fiesta de escritores!). O su lenguaje carente de eufemismos. El "pornógrafo del fonógrafo", como se llamó a sí mismo en una canción, habla de los placeres de la carne con tanta elegancia como crudeza. Los límites a su franqueza o a su sensualidad sólo los imponían su simpatía hacia el prójimo, su respeto hacia el débil y también cierto pudor que le caracterizaba. Esta actitud lo hace, a mi modo de ver, más atractivo a largo plazo que otros personajes a priori más impactantes o glamourosos (cuando la libido baja, queda la inteligencia, la lucidez y el afecto).

Su pequeña patria estaba donde sus amigos, su familia y sus maestros, ése era el reconocimiento que le importaba
Su mayor encanto está en esa ausencia de pose, en su impresionante naturalidad. Difícil de describir, sí
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El éxito tardó un poco en llegar

Su infancia provenzal, en aquella Sète de los años veinte que fácilmente recuerda a uno de nuestros pueblos mediterráneos, estuvo inmersa en "un baño de canciones". En la familia Brassens se cantaba mucho: el padre, albañil de L'Aude, cantaba. Los abuelos y la hermana, cantaban. Y especialmente la madre, de ascendencia napolitana, cantaba de la mañana a la noche. Cantaban cuando trabajaban, cuando freían sardinas y cuando tendían la colada, y al parecer cantaban hasta para darse las malas noticias, lo cual debió de darle al niño una visión un tanto especial de la tragedia, que sin duda se reflejó en sus canciones.

La adolescencia, como la infancia, estuvo marcada por amigos entrañables que siempre conservó. Fue por entonces cuando descubrió, de la mano de su profesor de instituto, Alphonse Bonnafé, la pasión por la literatura y por la lengua. Así, al baño musical de la infancia, se añadió la pasión por las palabras. En una interesante serie de entrevistas que France Inter publicó en un conjunto de CD el año 2002, el cantante explica que el texto de sus canciones siempre fue para él lo esencial, mientras que la música debía acompañarlo y enmarcarlo. Pese a todo, dice haber trabajado muchísimo sus acordes, aunque aparentemente puedan parecer simples o repetitivos.

En 1944, sin más compañía que la de su guitarra y sin oficio ni beneficio, se encontró en París como un gato vagabundo. Jeanne, una amiga de su tía, y su compañero Marcel le ofrecieron refugio en su casa parisiense. "Vivíamos en una auténtica choza", dice el cantante. "Sin agua ni electricidad". Brassens los adoptó como padres y dedicó algunas de sus más bellas canciones a su generosidad, haciendo de Jeanne un personaje legendario parecido a lo que Ovidi Montllor, cuyo talante recuerda algo a Brassens, hizo con su Teresa. Cuando más tarde llegó el dinero y el reconocimiento de lo que damos en llamar "los compatriotas", se quedó a vivir con ellos durante años. De hecho, su pequeña patria estaba donde sus amigos, su familia y sus maestros, ése era el reconocimiento que le importaba. Su talante anarquista era potente y sincero: nunca convivió con Püppchen, la mujer de su vida, por aquello de que el matrimonio "despoetiza" el amor. Nunca portó estandartes: Mitterrand trató de ganarlo para su causa sin conseguirlo, y años atrás el presidente Coty había tratado infructuosamente de cenar con él. De estos rechazos, sin embargo, no hacía una cuestión de militancia: se limitaba a ejercer su libertad de clochard, o de felino que prefiere mantenerse en el territorio que le es familiar. Detestaba adoctrinar al prójimo. Pese a ello, Le gorille fue considerada la primera canción contra la pena de muerte, y La mauvaise réputation se convirtió en todo un emblema antimilitarista. Para mí, sin embargo, no son éstas sus mejores canciones. No le hacía falta componer piezas "socialmente comprometidas" para evidenciar que estaba de parte del "pueblo" en el más profundo sentido de la palabra (el que lo opone a esa "masa" que grita consignas y frases hechas). Y esto es así en todas y cada una de sus canciones, tanto si habla de la muerte (tema recurrente en su obra) como del amor fiel, comprado, o infiel. De hecho, la infidelidad fue uno de sus temas preferidos. Él lo explica así: "Siendo pobre de solemnidad y con mi deseo de ser poeta, no me parecía honrado fundar una familia. Y las chicas honradas de la época querían casarse. Hoy habría sido muy distinto". Pero entonces, muy reacio a hacer daño, se dedicó sólo a las casadas que se aburrían con el marido, que por lo visto eran legión: Je me tournais vers celles qui s'emmerdaient de leur mari... Et à Paris il y en avait plein! Para sus adeptos fue una verdadera suerte, pues el tema dio lugar a algunas de sus más divertidas canciones. En L'orage, durante una fuerte tormenta acoge en casa a una asustada mujer cuyo marido, instalador de pararrayos, se halla trabajando bajo la tempestad. Es tan hermoso el encuentro que, durante mucho tiempo, el poeta pasará los días escrutando el cielo en busca de cúmulo-nimbos, hasta que comprende que no volverá, pues el marido se ha hecho rico y se la ha llevado a uno de esos "absurdos países donde siempre luce el sol". En Ma maitresse la traitresse, el protagonista descubre a su amante en un rincón del bosque, engañándole con otro. El otro es nada menos que el marido, y en este punto centra Brassens el tema de la canción, en el hecho de que la infiel amada haya conseguido "llevar el adulterio / al punto culminante / que es escoger al marido / para engañar al amante". Su capacidad de retratar en pocas líneas es asombrosa. Especialmente a las mujeres, con sus virtudes, pero también con sus vicios, lo que le valió que algunas furibundas feministas le acusaran de misoginia. (Injusta acusación, pues sus enemigos naturales eran los maridos). Con igual agudeza retrataba la amistad, o una pipa, un árbol o un animal. Nadie sino él podía haber elevado a la categoría de arte la simple muerte de un pato, como sucede con la pata de Jeanne, que murió de un resfriado tras poner un huevo, y a falta de viudo pato que le dedique unos graznidos, Brassens escribe La cane de Jeanne, que llegó a ser una de sus más conocidas canciones.

En mi afán por acercar al lector sus canciones, me doy cuenta de la enorme dificultad de separarlas de la personalidad del autor. Hay individuos que, por la gracia que poseen, son en sí mismos una obra de arte. Era su caso. Se pueden cantar sus canciones, pero sin los mil matices de su voz honda y franca, sin su mirada bondadosa y maliciosa a la vez, ¿en qué quedan? Difícil papeleta para sus numerosos imitadores, pues la complejidad de una personalidad tocada por el genio es imposible de reproducir.

Y aunque pusiéramos en una cazuela con ajos y aceite de oliva virgen un poco de Villon y otro de Rabelais, el canto de unas cigarras bajo una noche estrellada en la Camarga, una carretera bordeada de plátanos, unos pescadores jugando a la petanca, mucho vino y poco dinero, una dosis de austeridad y otra de hedonismo, una de serenidad y otra de perfeccionismo en el trabajo, un gran desprecio hacia la estupidez humana, una inmensa lealtad a los amigos, un dominio total del léxico, de los arcaísmos, de los modismos... Aun así, no nos saldría un Brassens, porque su mayor encanto está en esa ausencia de pose, en su impresionante naturalidad. Difícil de describir, sí. Pero, en fin. Por fortuna, aunque murió en el 81, y pasar de vivo a muerto debió de suponer una gran diferencia para él, para mí apenas supuso cambio alguno, pues sus palabras y su espíritu siguen alcanzándome de lleno el centro del corazón. En verdad, hay vivos que corren por ahí fríos y embalsamados. Y, por el contrario, hay muertos que nos transmiten su calor, su ternura y su inteligencia hasta el fin de los tiempos.

Georges Brassens, fotografiado en 1972.
Georges Brassens, fotografiado en 1972.AFP

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