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HOMBRES Y MUJERES | Blanco Amor | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

La manzana que mordió Adán

Aquella noche, los muertos no me dejaban conciliar un sueño. Salí a cubierta y entonces lo vi. El periodista "americano" perdía la mirada en la vasta y picuda marea atlántica.

-Galicia entera se nos vuelca en los ojos, con su paisaje más evocador y conocido para el que se va por los caminos del mar, que es como el último adiós de la tierra, la última imagen que ha de llevarse a todo lo largo de la aventura, como troquelada a cuño en la carne del corazón.

El "americano" se había unido a la tripulación del Norita, pesquero con base en Bayona, en marzo de 1929. Nuestro capitán, el Nartallo, a quien nosotros llamábamos Puto, le había advertido "de los malos olores propicios para el mareo, del movimiento constante y molesto de la pequeña nave durante todo su viaje, de la escasez de agua dulce para un aseo prolijo; de las olas que barren la cubierta y muchas veces se llevan a los hombres...". Le dio igual. Él, corresponsal de La Nación, un importante periódico de Buenos Aires, quería llevar a los gallegos emigrados en el Río de la Plata una semblanza de la áspera vida de los marineros. Me confesó: "Un periodista demasiado objetivo y escasamente ambicioso podía considerarse informado con las hermosas charlas que hemos sostenido en esta noble villa marinera de Bayona de Monterreal con viejos patrones. Desde hace cuarenta o cincuenta años, ellos se entregan al trágico oficio, en cuyos rostros enérgicos, en cada gesto y cada arruga, se refleja como una anotación de esa tremenda bitácora de angustias y de dramas que es la vida de los peixeiros en el noroeste español que, a fuerza de encararse con la muerte, han aprendido a reírse de ella con cinismo escalofriante y pleno de humor. El cronista quiere, también, entregar unos días de su vida a esta existencia brava de sus hermanos de raza". Hizo hincapié en esto último y tuve la sensación de que esa gallardía era el único heroísmo del que podía hacer gala. Me equivoqué.

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-¿Tú sabes quién soy? -susurró entre el oleaje.

Se mostró contrariado, verdaderamente contrariado, ante mi negativa.

-Yo soy Eduardo Blanco Amor.

Lo dijo con un orgullo que me sobrecogió. Entonces comenzó a hablar en un monólogo de horas que se quedó grabado a salitre en mi cabeza infantil. Él supo de mi fascinación. A fin de cuentas, yo apenas era un niño de 12 años que nunca había salido de las aguas continentales que rodean la ría de Vigo y él, en cambio, un auténtico cosmopolita. La plataforma atlántica, con sus aguas salvajes de fronteras políticas -a un lado Portugal, al otro España- envolvió palabras y silencios que se deslizaron desde la popa del Norita hasta la eternidad. Eduardo no se dejó intimidar por la luna atlántica e incluso se atrevió a rivalizar con ella en una intensa disputa poética. No cejó en su empeño hasta la madrugada, cuando los alcatraces atravesaron la primera luz del día con sus cuerpos lánguidos convertidos en flechas de plumas. "Rasga la proa la seda del agua, tachonada como un manto de lentejuelas. En la superficie comienzan a encenderse pozos luminosos. Pierde el mar la dura horizontalidad negruzca y se llena de socavones vaporosos y azules. Por debajo de la quilla el vaivén del pescado en marcha se denuncia por ágiles zigzagueos eléctricos. Salta el agua totalmente inflamada como un gas. Parece que vamos navegando sobre un camino de luna sumergido", murmuraba.

El "americano" me contó que había nacido en Ourense, ciudad que le sentaba como el zapato ajustado a una japonesa. Sin embargo, añoraba las calles que lo habían visto corretear alrededor de la catedral, donde su madre tenía una floristería que funcionaba, a su vez, como tienda de disfraces. Tenía intención de escribir una novela, la titularía La catedral y el niño, y en ella hablaría de su relación con aquel gran juguete de piedra, indestructible y enigmático, de su infancia. También serviría como liberación de la figura del padre. Del Carnaval ourensano quizá bebió Eduardo Blanco Amor esa devoción suya por disfrazarse, por cubrir su cuerpo atlético de túnicas árabes, de atuendos snob, de algas marinas. En el puerto de Vigo había embarcado, camino del sueño americano, provisto únicamente de una silla de loneta, catorce duros y una maleta de mano. Dentro, cuatro mudas, dos camisas, el traje. Debajo del brazo, la colección de La Centuria, la revista de Vicente Risco, y un ejemplar de Les fleurs du mal. Para un chico como yo, con la emigración como único horizonte y meta, él era un verdadero ídolo a imitar.

Me habló entonces de los taxis enormes de Buenos Aires, de aquellas avenidas, de los cafés, de sus encuentros con intelectuales suramericanos, de su trabajo como asesor de estilo de argentinos pudientes. Y de los deseos. "Hace años comencé una novela. La titularé A escadeira de Jacob, claro que no sé si la terminaré algún día. Habla de un rico judío alemán que una mañana se mira en el espejo y descubre que su vida ya no es igual". El rumor de las olas lo animaba. Algún día, me anticipó, escribiré también una gran novela en gallego que hablará, cómo no, de Ourense. De sus delirios nocturnos, del amor, de lo que no vemos, de sus personajes, de la lucha contra el caciquismo, de la tragedia de Oseira. De ahí nacerían tres obras, la novela A esmorga -La parranda, en versión cinematográfica-, el libro de relatos Os biosbardos -Las musarañas- y Xente ao lonxe. En ellas Eduardo Blanco Amor mostró su vocación de construir un registro culto de la lengua gallega escrita, de revitalizar un lenguaje, de dar vida a las palabras de su niñez y convertirlas, con el aliento de la literatura, en arquitectura universal.

También escribiré una narración -insistió- que llamaré Los miedos y será una "novela de chicos". Y poesía y teatro. Fundaré un Teatro Popular Galego en América. E incluso compondré un libro, Chile a la vista, con crónicas periodísticas sobre el país andino. "He pensado incluso el preludio: de tanto ver llega un momento en que no se ve. El cronista andante que carezca de valor, de capacidad de riesgo, para afrontar como diligente denuedo esta inmediata suscitación del contorno se verá luego lentamente separado de él con una creciente catarata". Reflejaré el brillo de las primeras impresiones, aquellas que se tatúan a fuego lento en el alma, anticipó. Y eran sus ojos quienes ardían en un intenso incendio sobre el mar de Vigo.

A Eduardo le encantaba viajar. Inventó ante mi mirada estupefacta la geografía del Atlas marroquí, las columnas de Roma, la luz de Barcelona, el agua del Generalife, la romería de San Andrés de Teixido, el silencio de París, la arena de Valparaíso. Sacaría fotos, muchas fotos, de sí mismo, de los amigos, de los paisajes. Conocería a Federico García Lorca (contribuiría en la publicación de sus Seis poemas galegos) y a Rafael Alberti. A Teresa León y Luis Seoane. A Tacholas y Azaña. A Indalecio Prieto y Castelao. A Maruxa Mallo y Borges. Y la noche bebió sus palabras en pequeños sorbos de melancolía.

Bajo las estrellas de invierno, sus proyectos se extendían como cordeles entre los astros tejiendo un luminoso camino de éxitos. Luego vino la guerra, el exilio, el regreso, el silencio. Aquellas guirnaldas de luces trémulas se apagaron bajo el manto salado de la represión franquista. Eduardo Blanco Amor llegó a sentenciar: "De las dos, tres manzanas -en realidad, una sola-, la del Paraíso, la de París y la de Newton..., heredé de la primera la expulsión por el sexo; de la segunda, la guerra; de la tercera, finalmente, la certeza de que todo en la vida del hombre gravita hacia la suciedad, hacia el olvido".

Tal vez. Yo, en cambio, no he conseguido olvidarlo.

Meses más tarde de su singladura en el Norita, varios de los marineros que habíamos faenado con él desaparecimos en un naufragio en otro barco.

A nosotros dedicó su Poema en catro tempos que "comienza con una especie de nacimiento místico predestinado del marinero y acaba con una marcha fúnebre wagneriana como la de Sigfrido". Allí me reza:

"Baixo o crespón que salfiren, faiscantes bágoas de prata / no traslucente túmulo, / teu corpo, ispido, aboia / no arrolante vagar das ágoas finas".

Sospecho que él tampoco logró olvidarme.

Eduardo Blanco Amor, en su juventud.
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