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Columna
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Acogida

A PARTIR de unas reflexiones del poeta Ungaretti sobre la soledad, según fue interpretada por Virgilio, Dante, Petrarca, Tasso y Leopardi, que sucesivamente califica de "universal silencio de la noche", "momento de espanto", "memoria humana", "representación de la experiencia" y, en fin, "soledad sin refugio", el pensador también italiano Massimo Cacciari ha escrito lo que podríamos llamar "una pequeña historia de la soledad", que se ha publicado en castellano con el título Soledad acogedora. De Leopardi a Celan (Abada). Advirtamos de que lo "pequeño" de esta "pequeña historia de la soledad" se refiere, no sólo a la brevedad del ensayo, sino a la acotación que se impone, que arranca en Cacciari donde terminaba en Ungaretti: en Leopardi, o, lo que es lo mismo, en el corazón de la modernidad. Desde el punto de vista evolucionista o biológico con que consideramos hoy al hombre no se puede conjeturar que éste se haya sentido solo antes de que estuviera "animado"; esto es: antes de que tuviera un ánima o alma individuales. Desde ese momento, en que identificó su ser con una identidad singular llamada "yo", tomó conciencia también de lo horripilantemente singular que era su muerte, se sintió solo y trató de conjurar este trauma fundamental. Hasta el hombre más menesteroso y aturdido por la actividad, el menos reflexivo, no puede evitar enfrentarse con la soledad absoluta justo en el momento en que encara la muerte. Vivimos más o menos acompañados, pero indefectiblemente morimos solos. La soledad de Ungaretti y Cacciari es de otra índole, porque es premonitoria y voluntariamente cultivada. Es la soledad que embarga el ánimo y la mente de los poetas y los filósofos. La soledad, digamos, radical. Es una soledad que se ha hecho cada vez más perentoria según ha ido avanzando nuestra historia, pero, sobre todo, en nuestro secularizado mundo contemporáneo, que ha ido estrechando o angostando la capacidad humana de trascender lo dado en la existencia humana, donde la soledad se ha convertido en un imperativo categórico, pues no cabe esperar nada de un más allá de uno mismo. Esto no supone simplemente que el hombre moderno se resigne sólo a contar con lo que hay, sino que ello afecta a lo que es, un poco más o menos que nada: "palabras" que se las lleva el viento. Aun así, Leopardi trata de asumir gallardamente esta soledad y la elige, pero enseguida descubre que en este estado de apartamiento, todo está poblado de fantasmas, de recuerdos e imágenes, de la memoria y la imaginación. ¡Qué desesperación!

Leopardi, Nietzsche, Musil, Celan y Beckett: tal es la senda elegida por Cacciari para llegar al fondo de esta soledad sin fondo, que se ultima en un lenguaje vacilante, negador de significados, mera patética cháchara o, aún más, simple onomatopeya, tan similar, por otra parte, al primer vagido humano. El círculo se ha cerrado. El hombre, dice al final de su ensayo Cacciari, "no posee otra cosa que la vacía y solitaria claridad de los signos que forman su lenguaje" y ya no puede sino esperar contra toda esperanza; "esperando tal vez lo inesperable". El hombre se encoge para que la soledad lo acoja.

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