_
_
_
_
MUJERES Y HOMBRES | José Luis Borau | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

El señor venga, venga

Elisa Silió

A este hombre grande y sabio, aragonés apasionado y voluntarioso, lo conocí en el año 1989, en la faceta que menos se ha prodigado de las muchas que tiene: la de actor. Hacíamos de padre e hija en la interesante y malograda Malaventura, que dirigía su amigo y ex alumno Manuel Gutiérrez-Aragón, y a pesar de que se trataba de un drama y de que nuestros personajes arrastraban un destino trágico, no recuerdo haber reído nunca tanto como en aquel rodaje. Porque este director, productor y guionista, realizador de televisión y publicitario, este profesor de la antigua Escuela de Cinematografía, ex crítico de cine y ex presidente de la Academia, este hombre que vive para y por el cine entraba y salía de las escenas como un elefante en una cacharrería: tropezaba con los muebles y las personas, olvidaba sus textos y era incapaz de parar en la marca que le habían indicado. Y cuando por fin lo conseguía y como exigía el guión se encaraba con Miguel Molina y conmigo, su expresión de bebé furioso era tan cómica que explotábamos en carcajadas.

En la Zaragoza de posguerra descubrió que las películas no las hacían los actores, sino otras personas, y decidió que eso era lo que él quería hacer
Presenta a menudo unos personajes a veces patéticos y a veces terribles, capaces de matar o de arrastrar a otros a la muerte

En aquella película, además de regañarme, papá Borau tenía que darme una bofetada. Y de nuevo el veterano cineasta se convertía en amateur, y, tras cruzarme la cara con su manaza enorme, me pedía disculpas sin esperar a que acabara la escena. Me llevé tres bofetadas como tres soles hasta que cayó en la cuenta y se disculpó después del "corten". Y así, entre bofetón y bofetón, perdí los pendientes, pero gané un amigo: además de divertido, José Luis es un excelente conversador, buen comensal y buen consejero. Y, sobre todo, es un personaje único e inclasificable, como sus películas.

En la Zaragoza de posguerra, a la edad de 12 años, Borau descubrió que las películas no las hacían los actores que salían en ellas, sino otras personas, y decidió que eso era lo que él quería hacer. Hijo único de padres ya mayores, el niño Borau esperaba a hacerse adulto sentado en una mecedora, rumiando su soledad y sus fantasías y alimentando una pasión por el cine que no sólo no compartía con nadie, sino que llevó durante años como una doble vida: caminando de vuelta a casa desde el colegio, gastaba lo ahorrado en el tranvía en sus primeras revistas de cine; falsificando sus notas y escatimando horas de estudio, leía novelas prohibidas y, años más tarde, pagaba sus sesiones de cine apostando y ganando a las cartas, al póquer y a lo que fuera. Comido por los remordimientos, y siempre para dar gusto a sus padres (bondadosos y como de otro siglo según él), estudió Derecho y se pagó nuevas lecturas vendiendo los libros de la carrera, que, aun así, consiguió terminar. Para ir a Madrid y estudiar cine, que era lo que siempre había querido, se sacó, en apenas un mes, una de las seis primeras plazas en unas oposiciones para funcionario. A partir del año 1956 empezó en Madrid una nueva doble vida, la de funcionario del Instituto Nacional de la Vivienda y la de estudiante de cine. A los 35 años José Luis estrenó su primer largometraje, Brandy, y desde entonces ha combinado todo tipo de tareas para sobrevivir mientras rueda las películas que le gustan, apenas ocho, como se lamenta a menudo.

Quizá es por eso que Borau siempre lleva prisa y camina a zancadas por la vida. Quizá es por eso que, si uno se acerca lo suficiente, descubre que este hombre casi siempre afable y cordial no consigue sujetar del todo su impaciencia y por algún resquicio de su exquisita amabilidad se desliza a menudo un "¡venga, venga!", murmurado muy bajito, casi para sí. Como si todavía estuviera sentado en la mecedora, observando y maquinando, deseando que las cosas ocurrieran mucho más deprisa de lo que lo hacían.

En el año 1996, Borau dirigía su séptima película, Niño Nadie. Con el personaje de Asun entré por primera vez en su universo particular y compuse como pude una mujer tierna y furibunda, compleja, contradictoria y atrapada por sus circunstancias, como todos los personajes de este cineasta. Si como actor no daba pie con bola, como director Borau resultó ser de una precisión casi matemática; traía cada día la película dibujada plano a plano, fotograma a fotograma, sabía cómo tenía que ser cada secuencia, cada encuadre y cada frase, esculpida previamente palabra a palabra. Y explicaba por qué, de modo que a veces, más que un rodaje, aquello era una clase de cine. Y de interpretación, porque Borau actuaba cada personaje a la perfección, sin olvidar una coma, ni un gesto. Como decía Victoria Abril, que trabajó con él en Río abajo, su aventura americana, las mejores interpretaciones en las películas de José Luis son las que hacía él mismo en los ensayos.

Uno de los decorados de Niño Nadie era un polígono industrial a las afueras de Madrid, un entramado de calles y naves transitadas constantemente por inmensos tráilers. Un mundo aparte con sus propios bares, restaurantes y hoteles con el que José Luis quedó fascinado. "La próxima película la voy a hacer aquí, contigo", me dijo en una pausa. "¿Y qué haré yo en un polígono industrial?", le pregunté. "No lo sé, lo tengo que escribir", me contestó sonriendo.

Leo fue el título de la película y el nombre de la protagonista, seguramente el más difícil y el más bonito de todos los personajes que he hecho hasta ahora. Oscura, atormentada, apasionada y virulenta, Leo arrastraba su pasado como una maldición, y termina arrastrando a un pobre hombre que tiene la desgracia de enamorarse de ella.

Leo le valió a Borau un merecido Goya al mejor director. A veces la gente de cine somos agradecidos, y cuando el hombre salió emocionado a recoger su cabezón, el único que tiene, un caluroso aplauso lo abrazó. "Pues no es tan feo", dijo sonriendo el ex presidente de la Academia, cuatro años en el cargo, creador de los Cuadernos de la Academia, del boletín semanal y director del Diccionario del Cine Español. José Luis fue además uno de los impulsores de una Academia abierta y participativa, donde tuvieran sitio todos los que hacen cine, en contra de algunas voces que preferían una Academia más elitista, en la que como las de la Historia o la Lengua, el hecho de pertenecer a ella fuera en sí una distinción. Pero eso suponía dejar fuera a la gente joven, y Borau luchó porque la academia no fuera un lugar de llegada sino de partida, porque fuera algo vivo y presente en la vida cultural del país.

"Yo me lo guiso, yo me lo como, y a mí se me indigesta". Así describe el propio José Luis su forma de hacer cine. Pero no conoce otra. "Yo creo que debo hacer las películas que a mí me gustan, entre otras cosas porque será la única manera de que les puedan gustar al resto de la gente. Si no soy sincero con lo que hago, ¿qué es lo que voy a poder comunicar a los demás?", cita Carlos Heredero, uno de sus biógrafos, en el libro que sobre él publicó la Filmoteca en el año 1990.

El de Borau es un cine realista, descarnado, que invita a la reflexión y que presenta a menudo unos personajes a veces patéticos y a veces terribles, capaces de matar o de arrastrar a otros a la muerte. Es un cine anómalo, impredecible, fuera de toda moda o corriente. Un cine que, no puede ser de otra manera, se produce él, que le ha llevado a la ruina en varias ocasiones y que le ha tenido trabajando para los bancos durante años, ya que de sus padres Borau no heredó, como dice a menudo, más que un sillón. Todo lo que tiene, su oficina, su productora y su editorial, lo levantó él para poder hacer lo que más ama. Como le dijo a Manuel Hidalgo en una entrevista tras el rodaje de La Sabina, "toda mi vida la he subordinado a la idea y a la esperanza de hacer cine. He vivido siempre como el que anda detrás de la zanahoria. Si no consigo algo con el cine es que he fracasado en la vida, porque ésa ha sido mi única obsesión. No tengo otros consuelos, ni distracciones, ni lugares intermedios. No tengo otras ambiciones".

A sus 76 años recién cumplidos, Borau ha renunciado a producirse a sí mismo y arriesgarse de nuevo en una industria cada vez más reacia a asumir películas diferentes. Con un guión firmado a medias con Rafael Azcona, José Luis espera rodar pronto una película que se está gestando ya durante demasiado tiempo. Entretanto, este aragonés madrugador y solitario sigue dando clases a lo largo y ancho del país, sigue dando conferencias y charlas y escribiendo unos cuentos hermosos e inquietantes que ha publicado ya en dos ocasiones y por los que ha recibido el Premio Tigre Juan a los nuevos autores, el que más ilusión le ha hecho nunca, según él.

Pero, sobre todo, Borau pasa los días dibujando y perfilando en su imaginación esa nueva película mientras murmura para sí entre dientes: "¡Venga, venga!".

Ojalá que no tenga que esperar mucho más.

José Luis Borau.
José Luis Borau.RICARDO GUTIÉRREZ

Un buñuelo de viento

Dice José Luis Borau que su vida es "un buñuelo de viento" porque hay "muy poquito que contar". Pero lo cierto es que hay mucho detrás de este hijo único y tardío, nacido en Zaragoza en 1929 en el seno de una familia de clase media. Vivió la Guerra Civil

de cerca y no pudo estudiar arquitectura porque no había dinero para mandarle a Madrid. No parece importarle, aunque la vida ha hecho de él un "ser pesimista". "He sido muy feliz, tremendamente feliz", recordaba cuando en 2003 recibió el Premio Nacional de Cinematografía.

Confiesa que hace sólo lo que le apetece: "No tengo hijos ni familia, ni paciencia, por descontado". Y

con esa "deformación" piensa que nada le puede satisfacer. Estudió Derecho, ejerció de crítico de cine, de actor, y como profesor en la Escuela Oficial de Cine de Madrid de Pilar Miró, Manuel Gutiérrez Aragón o Jaime Chávarri.

Ha ganado dinero de la publicidad y algo con dos éxitos: Mi querida señorita y Furtivos. Se desmarca: "No quiero que se me identifique con Furtivos". Los suyos no son unos largos autobiográficos. "Los hago para verlos yo", asegura en referencia a Río abajo, Tata mía, El infortunio, Niño nadie y Leo. No lee las críticas. Si son buenas, ya sabe lo que van a decir, y con las malas prefiere no sufrir.

De 1994 a 1998 presidió la Academia de Cine y se le recuerda por mostrar sus manos teñidas de blanco en señal de repulsa a los atentados de ETA. Le cuesta conseguir dinero para sus producciones y él encantado porque así puede coronarse "mártir" a sí mismo.

Triunfa ahora en la narrativa. En 2003, tras 50 años dedicado al cine, se sorprendió a sí mismo al ganar el Premio Tigre Juan con su libro Camisa de once varas, al que ha seguido Navidad, horrible Navidad.

ELISA SILIÓ

Sobre la firma

Elisa Silió
Es redactora especializada en educación desde 2013, y en los últimos tiempos se ha centrado en temas universitarios. Antes dedicó su tiempo a la información cultural en Babelia, con foco especial en la literatura infantil.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_