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Columna
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El nudo

"Vísteme despacio, que estoy de prisa" le dijo un rey a su "valet", aturullado entre encajes, cintas, polainas y casacas. Hoy vestirse es, para los hombres, un trámite simple, porque sencilla es la indumentaria. La misma textura de la ropa la hace moderadamente inarrugable salvo, quizás, para la camisera recomendada a la que le encargué un par de ellas. "La tela es así", me respondió con autoridad cuando la informé de la aparición de todos los pliegues imaginables, vertical y horizontalmente. Era típico, en los tiempos antiguos, que los estudiantes, los opositores y los funcionarios mediopensionistas, metieran los pantalones debajo del colchón para que recuperasen la raya. Hoy, mi asistenta ha descubierto la ley de la gravedad y se limita a colgarlos de la percha y vuelven a la tersura inicial.

Ignoro las vicisitudes y pormenores femeninos con sus "trapos" aunque, usualmente, se limiten a enfundarse en los pantalones y poner, por fuera, el resto de las prendas que permitan visualizar el ombligo. Los chicos hacen otro tanto, con menor meticulosidad, procurando que se mantengan por debajo de los riñones sin que se desplomen sobre el calcañar. Abominan del traje completo y rivalizan en la diversidad de camisetas y jeans. No es un disfraz, sino el atuendo ordinario cuyas características y coste queden de manifiesto, aunque de ello nunca se hable. Quizás, el distintivo resida en la calidad y prestaciones del teléfono móvil, así dicho por ser utilizado mientras se anda, e incluso cuando se corre. Parecen temporalmente desechados los zapatos de cuero sustituidos por las cómodas zapatillas deportivas.

Parte importante del aspecto juvenil, entre los muchachos, es el cabello, que se puede llevar afeitado, rapado al cero o, por impulsos semejantes, desmesuradamente largo. Los que tienen arraigadas costumbres higiénicas lo llevan limpio, siempre que no ofrezca esa apariencia, pudiendo adoptar la semejanza con cuadrúpedos lanudos. Dicen que entre la juventud más evolucionada y progresista disminuye la afición por los pendientes y aretes que se refugia entre la adolescencia pueblerina. No ha prosperado en el mundo de las muchachas la tonsura integral que mostró Demi Moore en La teniente Jordan O'Neil, conservando esa bendición que es la melena. Alguien dijo que la sublimación de la independencia femenina y la igualdad de sexos sería considerar que la calvicie es elegante y distinguida. Volviendo a la estampa juvenil parece que se va abriendo camino la extraña costumbre de llevar traje, quizás por las indudables ventajas de los bolsillos del arcaico indumento, que fueran, para el género masculino, como el bolso "manos libres" de las señoras. Pero se nota una enconada resistencia hacia las corbatas, fomentada por los adultos, e incluso los viejos, que andan por ahí despechugados como si eso les diera un aire deportivo. En Madrid hay varias tiendecitas nuevas donde sólo o especialmente despachan corbatas italianas. Nunca llegó a cuajar, de verdad, el lazo de pajarita. Siempre creí que era una forma de destacarse en las fotos de los periódicos, cuando se distinguía al personaje principal marcándole con la equis que algunos llevaban al cuello.

El otro día invité a comer a mi nieto preferido -sólo tengo uno, varón- en un lugar donde se requiere el uso de la corbata, pretensión perfectamente legítima, pues se trata de un círculo privado. Le encarecí que viniera vestido a esa conveniencia, pero acudió descorbatado, nada irremediable pues el portero dispone de unas cuantas al servicio de los socios distraídos. La espera en el comedor se hizo larga hasta que caí en que debería estar pasando por dificultades. En efecto, en el reservado para hombres estaba el infeliz intentando algo superior a sus posibilidades: hacerse el nudo de la corbata. En sus veinte o veintiún años de existencia no había tenido necesidad de ello. Comprendí y remedié la situación, recordando que hace mucho tiempo me enseñaron a hacer el "nudo Windsor" y ahora soy incapaz de enlazar el más sencillo. Tuve que prestar el mismo servicio a Camilo José Cela, con ocasión de su recibimiento en la Real Academia de la Lengua, esta vez el lazo de gala. Nunca había sido un acto transitivo y tuve que ponerme a sus espaldas para atinar con el empeño, algo que logré tras varios tanteos alrededor del laureado pescuezo. Además, le llevé en mi coche hasta la docta corporación.

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