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¿Problema musulmán o violencia occidental?

Numerosos son los razonamientos que utilizamos para tratar de explicar el terrorismo islamista que cada día nos sorprende más y comprendemos menos. Con frecuencia consideramos que se debe a condiciones socioeconómicas, pobreza, analfabetismo, marginación -olvidando a veces la explosión demográfica-; también al fracaso de la democratización de las sociedades musulmanas, al conflicto palestino-israelí, a la doble moral de Occidente. No cabe duda de que todas ellas, en mayor o menor medida, tienen su influencia. Pero también es verdad que el terrorismo islamista responde a causas específicas del mundo musulmán. En otros lugares se dan situaciones parecidas o similares y no ha surgido esta fanática violencia.

En este sentido, y consternado por la barbarie de los atentados, hay quienes, como Thomas L. Friedman, el influyente cronista de The New York Times, afirman que es "un problema musulmán que debe tener, por tanto, una solución musulmana" y que existe una cultura yihadista que estas sociedades deben condenar y deslegitimar. Añade que está provocando un abismo entre Oriente y Occidente que nos acerca al choque de civilizaciones, tesis que pusieron de moda algunos intelectuales norteamericanos, entre ellos Samuel Huntington en su conocida obra al respecto. Sin embargo, Friedman no se refiere tanto a Huntington, tan denostado como poco leído, y que en algunos pasajes de su libro analiza las contradicciones de Occidente, sino a Bernard Lewis, el gran orientalista, profundamente conservador, que fue el verdadero creador de este nuevo paradigma, que vino a sustituir al de la guerra fría, cuando el año 1990 publicó un artículo que tituló Las raíces de la ira musulmana. "Nos enfrentamos en Occidente -dirá- a un movimiento que trasciende incluso a los gobiernos de los países musulmanes. Se está produciendo un conflicto de civilizaciones, o la posiblemente irracional, pero sin duda histórica reacción de un antiguo rival enemigo de la tradición judeo-cristiana y su expansión". En definitiva, de nuestro modo de vida, de nuestros valores.

Para este pensador, las raíces del conflicto se remontan hasta las Cruzadas, y su razón de ser es el resentimiento que los musulmanes arrastran desde hace siglos. No parece haber existido ni la colonización occidental, ni el imperialismo intervencionista, ni el muro de hierro israelí o la explotación de las materias primas.

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Aunque hacía un llamamiento, al menos formalmente, a que ojalá Occidente no se viera obligado a asumir una reacción idéntica a su rival, sentó los postulados que han permitido a Bush y a sus asesores justificar su política intervencionista en defensa, al parecer, de nuestros valores democráticos.

Quizás convenga recordar que el fundamentalismo islamista ha causado más víctimas -léase el GIA argelino o los Hermanos Musulmanes en Egipto- en Oriente Medio y en el norte de África que en Occidente, y que los suicidas iraquíes están asesinando más compatriotas que europeos o norteamericanos. También, como dice Mohamed Charfi, ese demócrata y librepensador tunecino, en su libro Islam y libertad, que "esta terrible ola de violencia encontró al principio cierta comprensión en las clases políticas europeas, bajo el pretexto de que el terror respondía a reacciones populares como consecuencia de reivindicaciones no satisfechas por los gobernantes", de forma que algunos dirigentes islamistas se beneficiaron de la posibilidad de propagar su política e incluso la violencia en sus países de origen. No está lejos la época en que a Jomeini se le dieron todo tipo de facilidades en Francia para difundir su mensaje y conseguir el poder en Irán.

Hoy día, el terrorismo nos muestra su verdadero rostro. Nos aprestamos a tratar de erradicarlo, aunque no es tarea fácil dado que no están muy claras las razones que llevan a una serie de personas a inmolarse en nombre de una pretendida yihad -aunque a veces se deba a brutales represiones como en Palestina o Chechenia- y matar a numerosos inocentes, muchos de ellos de la misma o parecida extracción social que los propios terroristas. Tampoco parece, aunque nos recorten las libertades, que se pueda ser muy eficaz contra quienes están dispuestos a perder la vida en cualquier esquina o andén de una ciudad. No se ha dado en la historia una situación parecida. Nunca ha existido tanta gente dispuesta a suicidarse con tal de provocar la muerte o el aniquilamiento de "sus pretendidos enemigos".

Por otra parte, algunos políticos occidentales, como Tony Blair, repiten una y otra vez que los terroristas no van a destruir nuestro modelo de vida. Incluso un conocido, y controvertido, director de un periódico de tirada nacional, quizás bajo la influencia del clima emocional que provocan los atentados, ha publicado un artículo, Todos contigo, Tony, afirmando "que la figura del señor Blair suscitaba ese día una especial mezcla de compasión y simpatía de quien es objeto de una brutal agresión en el momento en que se disponía a celebrar un bautizo o una boda".

Difícilmente se puede sentir simpatía por el señor Blair, y todavía menos compartir sus valores. Sentimos simpatía y compasión por las víctimas y por el pueblo londinense, no por sus gobernantes, responsables de muchas más muertes de las que ellos han sufrido. Hoy día en Irak hay cientos de madres llorando a sus hijos inocentes, también perdidos gracias a algunos redentores occidentales, a quienes nadie llamó para que las redimieran.

Por otra parte, no parece, a pesar de cuantas proclamas hagan los ulemas sobre la bondad de sus enseñanzas, que no exista relación entre sus enseñanzas y las actuaciones radicales de algunos de sus alumnos. Tampoco que estén dispuestos a rechazar la sharía ni que aboguen por la libertad de pensamiento y de culto, o pidan acabar con la confesionalidad del Estado en sus propias sociedades.

En un libro olvidado, y premonitorio ya en el año 1983, La balsa de Mahoma, el periodista de Le Monde J. P Peroncet-Hugot escribía que "entre el fundamentalismo encarnado por los Hermanos Musulmanes y el tradicionalismo conservador -tipo ulemas de la famosa Universidad de Al-Azhar en El Cairo- suele ser difícil trazar una frontera precisa y delimitada". No sólo es difícil trazar unafrontera. El hecho más preocupante, hoy día, es que la nebulosa religiosa impregna y condiciona todas las esferas de la vida social, económica y, sobre todo, política del mundo musulmán. Si hubiera elecciones libres en estos países, en algunos los islamistas alcanzarían el poder. Los resultados de las recientes elecciones en Irán han hundido las esperanzas de cuantos creían que el fracaso económico y humano que supone todo Gobierno teocrático se reflejaría en las urnas. Por diferentes razones -entre otras, el control del sistema y la falta de libertad- ha sucedido lo contrario, lo que nos lleva a pensar que el adoctrinamiento intensivo, como el que hemos visto televisivamente en las escuelas coránicas de Pakistán, pueda producir algún progreso para el ser humano.

Debido a esta compleja realidad que no sabemos cómo interpretar, ahora surgen nuevas teorías para tratar de explicar el terrorismo, como las de Oliver Roy en el sentido de que la "radicalización de los militantes de Al Qaeda se debe sobre todo a las mutaciones del islam globalizado y no han surgido de movimientos nacionalistas o islamistas", con lo que uno ya no sabe a ciencia cierta dónde nos encontramos. En esta línea también nos dice que las perspectivas de democratización en el mundo musulmán pasan por la integración de los movimientos islamistas y que, cuando se abren los sistemas políticos, estos movimientos se integran en el sistema democrático. Puede que sea así, aunque uno tiene sus dudas. Según este islamólogo, los Estados Unidos empiezan a considerar esta posibilidad. En todo caso, no está nada claro cuáles puedan ser los resultados de tal aventura, y con seguridad mal futuro les espera a los demócratas musulmanes que vivan en estos países. Habrá que confiar si es éste el análisis de la señora Condoleezza Rice que sea algo más acertado que el del antiguo consejero de Seguridad del presidente Carter, señor Zbignew Brzezinski, cuando a finales de la década de los setenta, en el que el islamismo se consideraba un buen antídoto en la lucha contra el comunismo, llegó a decir que no sólo no le preocupaba el renacimiento del islam, sino que lo consideraba como algo positivo.

En definitiva, tanto Friedman como Tariq Alí tienen razón. Si se quiere llegar a buen puerto en esta especie de precipicio en el que andamos, es necesario que los países musulmanes acaben con la violencia terrorista y que Occidente deje de intervenir militarmente en Oriente Medio e imponga la paz en el conflicto palestino-israelí. Desgraciadamente, ni la reelección de Bush en Estados Unidos, ni la de Blair en Gran Bretaña, ni la de Mahmud Ahmadineyad en Irán, permiten pensar que vayamos por el buen camino.

Jerónimo Páez López es abogado.

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