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VERANO INTERIOR

Nostalgia

Julio Llamazares

El verano empezaba cuando llegaban los veraneantes. No el mes de julio, cuando comienzan oficialmente las vacaciones, ni siquiera la noche de San Juan, la más corta y misteriosa del solsticio, cuando la gente se sanjuanea sumergiéndose en las aguas de los ríos o buscando al amanecer el trébol de cuatro hojas mientras las brujas bailan con el diablo en Zugarramurdi o en los páramos castellanos de Barahona o cabe el Moncayo, sino cuando llegaban los afortunados que podían permitirse el lujo de no hacer nada los meses de más calor, al contrario que el resto de la gente. Al revés, el verano era para muchos la época de más trabajo, pues tenían que recoger las cosechas con vistas al largo invierno que habría de llegar.

Como los veraneantes antiguos, su fidelidad al pueblo o la pequeña ciudad de provincia se basa sobre todo en la nostalgia, y por eso necesita de la repetición
El veraneante interior se aburre también un poco, pero ocurre que el aburrimiento, lejos de soliviantarle, a él le termina gustando incluso
Tuvieron que pasar los años sesenta, España tuvo que convertirse en un país moderno, para que los veraneantes de toda la vida perdieran sus privilegios

Los veraneantes llegaban en coche o a la estación de ferrocarril más próxima con su impedimenta de bultos y de equipajes y sus séquitos de sirvientes, según su categoría y su posición social, y se instalaban en sus casonas cerradas durante el año, pero preparadas siempre para cuando ellos vinieran. Y durante dos o tres meses se dedicaban a veranear, esto es, a no hacer nada, ante la envidia de los vecinos, que les veían ir y venir en sus coches o de paseo con sus sombrillas mientras ellos atendían a sus múltiples trabajos bajo el sol de la canícula o el rayo negro de la tormenta. No es extraño que muchos campesinos comenzaran a alentar ya en aquel tiempo la esperanza de que sus hijos, liberados de su destino por los estudios o por un trabajo en la capital, pudieran convertirse también ellos algún día en veraneantes como los que ahora envidiaban.

Su deseo, en cierto modo, se cumplió. Pasaron los cincuenta y los sesenta, la gente emigró en masa a las ciudades y los hijos de aquellos campesinos que veían a los veraneantes ir y venir de paseo o tumbados en sus hamacas en los jardines de grandes tapias mientras ellos atendían a sus múltiples trabajos se convirtieron también en veraneantes, si bien que con menos clase y con la duda sobre su condición de tales que les dejaba su propio origen. Al fin y al cabo, ellos iban solamente algunos días a sus pueblos, e incluso la mayoría tenían que ayudar a sus familias en las faenas del campo, que seguían siendo mayoritarias. Tuvieron que pasar los años setenta, España tuvo que convertirse en un país moderno, esto es, fundamentalmente urbano, para que los veraneantes de toda la vida, aquellos que creían que eran los únicos con el derecho a veranear, perdieran sus privilegios, invadidos sus territorios y hasta sus casas de veraneo (cuando las abandonaron: los veraneantes de toda la vida basaban su condición en que el resto no pudiera hacer lo mismo; ¿qué sentido tenía ya veranear?) por los hijos y los nietos de aquellos campesinos que antaño les portaban las maletas, les segaban y cuidaban los jardines o les llevaban la leche fresca a casa cada mañana para desayunar. Sin que se dieran cuenta, la revolución se había producido, y ésta había empezado curiosamente por las vacaciones.

Una nueva estética

Y había creado una nueva estética. Y hasta una ética. Y un estilo. Diferentes de los que se conocían, pero herederos de aquéllos al fin y al cabo. Conviviendo en silencio con el veraneo oficial, esto es, el de las playas o ese que busca la felicidad pagada en lejanos y remotos territorios sin conocer muchas veces su país ni su ciudad (Santa María, la más devota, la más lejana...), y que es el único del que informan normalmente los periódicos, ha surgido un veraneo diferente, un veraneo silencioso y más tranquilo que se caracteriza por ser un verano hacia dentro, un verano interior geográficamente y espiritualmente, y que ocupa a millones de personas. Millones de personas que, combinándolo con el oficial o no (unos días en la playa, por los niños, ya se sabe), regresa cada verano a los mismos sitios, al mismo pueblo de siempre y a la misma casa de siempre, para pasar sus días de vacaciones como los veraneantes antiguos.

¿Qué es lo que buscan? Buscan la tranquilidad, el reencuentro con la tierra y con la gente conocida, la seguridad que da el territorio en el que quizá nacieron y vivieron algún tiempo de pequeños y que identificarán ya siempre con el paraíso perdido. Como los veraneantes antiguos, los nuevos veraneantes hijos de los campesinos que continúan viviendo en sus pueblos o que, como ellos, se han trasladado a la ciudad buscan la felicidad que entienden quedó en sus casas, estancada como los olores de las especias en las alacenas o como los sabores de la comida que no sabe como allí. Por eso necesitan que todo se repita año tras año, que la campana en el campanario o el reloj en el salón suenen con el mismo timbre, que el tiempo siga fluyendo al mismo ritmo en que lo hizo siempre, que los pájaros y las cerezas píen y sepan como en su infancia y que en el bar o en la calle, a la hora del paseo o del aperitivo de mediodía, se repitan invariables los saludos de todos los veranos: "¿Qué, de vacaciones ya?", "¿Muchos días?", "¿Qué tal la familia?", "En fin"... Como los veraneantes antiguos, su fidelidad al pueblo o la pequeña ciudad de provincia se basa sobre todo en la nostalgia (distinta de la de aquéllos, pero en el fondo igual) y por eso necesita de la repetición. Algo que no entenderán nunca los partidarios del veraneo cosmopolita, para los que cualquier regreso, ya sea al pasado o a un lugar concreto, es sinónimo de aburrimiento.

El veraneante interior se aburre también un poco (no más, en cualquier caso, que los otros), pero ocurre que el aburrimiento, lejos de soliviantarle, a él le termina gustando incluso. Basta con verlo sentado en el jardín que fue corral de la casa y que ha decorado con los aperos con los que sus antepasados sobrevivieron durante siglos y con los que él incluso trabajó un tiempo, para que vean que ya no lo hace, o, a la caída de la tarde, a la puerta de la casa o la del bar, para entender que, si se aburre, es porque lo necesita. Lo necesita para sentirse libre y veraneante, aunque sea solamente un mes al año. Del mismo modo que necesita la rutina inveterada de los días (las fiestas, la comida familiar cada tres días, la visita a los amigos o la excursión al monte de cada año) para sentir que nada ha cambiado en torno a su vida, que el tiempo se detuvo para siempre alguna vez congelando dentro de él a las personas y los paisajes, por más que la realidad le haya mostrado al llegar que eso no es exactamente así, que tanto los viejos como los jóvenes tienen una arruga más y que el paisaje ha cambiado otro poco, atacado por nuevas construcciones o asolado por alguna obra nueva, de esas que el pueblo reclama y que a él le parecen superfluas. Él quisiera que todo permaneciera siempre inmutable, comenzando por él mismo, como los veraneantes antiguos.

Mientras, por la televisión o en el periódico, el veraneante interior comprueba cómo el verano oficial, el de las playas y los apartamentos, el de los reyes y los famosos, el de sus vecinos más cosmopolitas, sigue también su periplo igual que todos los años, arrastrado por una extraña corriente, la del verano, que, no por silenciosa y metafísica, es menos imperceptible. Es la misma corriente que a él le arrastra desde que llegó a su sitio y que le va adormeciendo de día en día, por más que intente evitarlo, hasta acabar convirtiéndolo en un nuevo pecio cuya deriva aumenta con las semanas. A veces intenta rebelarse contra ella, se levanta de la hamaca o del sillón queriendo ponerle freno, pero sucumbe de nuevo ante su irresistible empuje, que no es otro que el de la melancolía. Y es que el verano interior, como se nutre de la nostalgia, se termina por hacer nostalgia él mismo. Nostalgia de aquellos años en los que los veraneantes llegaban con sus maletas y sus séquitos de sirvientes en sus coches de época o en el tren y nostalgia de un tiempo en que los campesinos de este país tenían todavía un sueño que realizar: convertirse, por mor de los estudios o el trabajo en la ciudad, en nuevos veraneantes para que sus padres estuvieran orgullosos viéndoles llegar cada año a veranear y no a trabajar como hacían ellos.

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