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Cuestión de cálculo | CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Columna
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¿Cuánto se tardaría en llegar a la Luna en ascensor?

Anoche, a las tres de la madrugada, decidí volver a casa. Entré en el ascensor, pulsé el botón del duodécimo piso y, al llegar al quinto, pensé qué ocurriría si a esa máquina le diera por no pararse nunca, si continuara ascendiendo hasta romper el techo del edificio y me llevara directamente hasta la Luna. Como me gustan bastante los números, empecé a calcular. Del sexto al séptimo piso, el ascensor y yo tardamos exactamente tres segundos. Un metro por segundo. ¿Qué distancia nos separa de esa Luna que acababa de mirar de reojo al cruzar el paseo de San Juan y a la que, como casi siempre, no había prestado demasiada atención? Trescientos ochenta mil kilómetros. Todos los poetas deberían conocer esa cifra, porque de alguna manera nos conecta con el misterio profundo y helado del cosmos, pero ellos son de letras, y los números les han parecido siempre algo feo e inhumano. A trescientos ochenta mil kilómetros está la Luna científica y precisa del Apolo XII, hecha de roca solidificada hace tres mil novecientos millones de años, pero también está, a esa misma distancia, la poética Luna de Dante, la despistada Luna de Valencia, la cambiante Luna con la que Julieta no quería ser comparada ni por asomo y, en general, la Luna de todos los enamorados que han respirado alguna vez sobre el planeta Tierra. Entré contentísimo en mi casa, encendí la luz del recibidor y, de pie, utilicé la calculadora de mi teléfono móvil. No se trata, ya lo sé, de la mejor calculadora existente en el universo, pero tenía bastante prisa por conocer el resultado. Multipliqué, dividí, volví a multiplicar, y en la pantalla de cuarzo líquido apareció temblando, como un milagro, un precioso número par: 12. Una potentísima docena de años tardaríamos en llegar a la Luna en un ascensor. Salí a la terraza y miré hacia arriba. Tardé algunos segundos en localizar la Luna. Siempre me ha costado bastante encontrarla. Me hago un lío y me desoriento fácilmente. Pero cuando la vi me emocioné un poquito y empecé a hacer ridículos pronósticos sobre un posible viaje en ascensor hasta ella. No es difícil imaginar nuestra ascensión, mirándonos coquetamente en el espejo, retocándonos el mechón de pelo de nuestro flequillo para que nos vieran superguapos los alienígenas al llegar. Tengo treinta y seis años. Si tomo el ascensor ahora mismo, llegaría a la Luna con cuarenta y ocho, todavía joven, todavía entusiasmado y con unas ganas locas de vivir, porque me conozco bastante bien y sé que no pierdo nunca el optimismo en los ascensores.

Doce años jugando con las llaves en la mano, aislando prolongadamente la que abrirá mi puerta al llegar a la Luna

Concedo que el viaje podría llegar a ser bastante aburrido, sobre todo si al azar le da por castigarme encerrándome inoportunamente con unos vecinos altivos; doce años en un ascensor, sin posibilidad de salir, evitando tímidamente la mirada de los compañeros de viaje; doce años jugando con las llaves en la mano, aislando prolongadamente la que abrirá mi puerta al llegar a la Luna, o doce años silbando canciones que nunca han existido para simular cierta absurda normalidad social. Pero también podría ser un viaje magnífico, la mejor ascensión del mundo, todo un crucero cósmico digno de ser narrado por Isaac Asimov enamorado, si ese mismo azar se porta bien conmigo, me lanza un cable e introduce en mi ascensor a una preciosa chica con el pelo liso y unas imperceptibles arrugas debajo de sus ojos oscuros.

DIEGO BLANCO

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