'One-Trick Pony'
Se lo oí por primera vez a Paul Simon. One-Trick Pony: el caballito con un solo truco. Se refería a la música, pero hoy día se aplica a casi todo. Novelas, películas, teatro. Estos días he visto varias funciones con un solo truco. O con un solo juguete, que diría Marsé. De algunas no me apetece hablar. Apenas me acuerdo y hace demasiado calor como para remover esas sopas. En otras, como Celebración, el truco sigue agitando sus patitas pero la mirada se te va hacia otros lados: los actores, como casi siempre. Y la dirección, codirección casi, de Josep Galindo y Pablo Ley, que firma la dramaturgia. Ya trabajaron codo con codo el año pasado, también en el Romea, en aquel Homenaje a Cataluña que hacía pensar en una ensalada agitada por un punk. Digo esto porque lo primero que merece reseñarse en Celebración es su gran paso hacia la claridad, la seguridad de la puesta. Con altibajos, de los que ya hablaremos, pero lo que predomina es esa estupenda sensación de avance: su tercer espectáculo puede ser un golazo por toda la escuadra.
A propósito de Celebración, dirigida por Josep Galindo y Pablo Ley en el Romea de Barcelona
Bueno, de momento Celebración está siendo uno de los montajes mejor acogidos del Grec. Comunica, y muy bien, con el público. Daba gusto, la calurosísima noche del viernes, ver el Romea lleno de gente, y aplausos y vivas al final, sobre todo para Carles Canut y Marta Angelat, dos pesos fuertes. Canut está aquí muy cerca de Joe Keller, el padre indigno de Todos eran mis hijos, otro de sus triunfos en el Romea, hará cinco o seis años. Cuando un personaje de Canut cae, cae como nadie. Keller, y Gloucester el año pasado, y ahora Helge, un gran danés con un secreto inmundo. Helge cae, en mitad de su fiesta de cumpleaños, y es enviado por toda su prole a un merecido exilio interior. Baja las escaleras que le separan del patio de butacas, cruza la platea. Siempre me he quejado del uso y abuso del vídeo en los montajes de hoy, pero mira por dónde la otra noche hubiera querido un primerísimo plano de la mirada de Canut, furiosa, encendida, con un temblor de definitiva derrota. Y, ya puestos, otro close-up de la mirada de Marta Angelat siguiéndole, tras la revelación. Ya era hora, por cierto, de que Marta Angelat, reina en el exilio teatral, no sé si por el doblaje, que es la lujosa Santa Elena de tantos cómicos, o por las malditas modas, volviera a pisar las tablas y volviéramos a disfrutar de su poderío. Un placer que se repetirá muy pronto, la temporada que viene, ya me froto las manos: José María Pou la ha llamado para hacer juntos La cabra, de Albee, que tiene todos los números para provocar un tsunami en el Romea.
Se habrán dado cuenta de que llevo veinte líneas hablando de actores y directores y todavía no he hablado de Celebración. La verdad es que tengo poco que decir y lo poco que tengo no es muy bueno: un One-Trick Pony como una catedral. Fue la primera entrega del famoso Dogma 95 creado, mano a mano, por Lars von Trier y Thomas Vinterberg. Una de las mejores películas del Dogma, fresca, directa, revulsiva, pero con un solo truco: "Papá se nos tiraba de pequeños y voy a contarlo en su fiesta de cumpleaños". La película no arrancaba hasta ese momento, y lo mismo le pasa a la obra, estrenada el año pasado en Londres con gran éxito. David Elridge firmaba la adaptación; aquí lo hace el guionista Bo Ehrard Hansen, un cofrade de Vinterberg y Von Trier. Hay que aplaudir la escenografía, austera, casi minimalista, de Alfons Flores, mitad templo de Ikea, mitad casita danesa de cuento en la que parece imposible que pueda vivir un ogro, y el espacio sonoro de Oscar Roig, con ese ominoso chapoteo, puro fantasma líquido. Casi al final el fantasma se materializa, se encarna, y no digo más, pero la escena, muy interesante sobre el papel, naufraga estrepitosamente. Tampoco me parece una gran idea que una familia danesa se lance a bailar la conga coreando "en Joan Petit com balla", ni que para insultar a un invitado negro le canten la canción del Cola-Cao: pecados menores, si se quiere, pero que hacen pensar en una historieta de la familia Ulises, con Santi Sans en el papel de la yaya.
Antes de llegar al nudo y al desenlace tenemos, claro está, el planteamiento. Un planteamiento demasiado largo, con interpretaciones excesivamente estereotipadas: a Luis Villanueva (Christian) parece que le hayan escrito la palabra "Hamlet" sobre la frente, y el trabajo de Dani Klamburg (Michael, el hermano pequeño) se diría una mala imitación del Christopher Moltisanti de Los Soprano. El nudo tiene tres ecos interesantes, para mi gusto las mejores escenas de la función: a) la revelación misma, que provoca una elegantísima y glacial pelota fuera servida, con absoluta majestad, por Else, la madre (Marta Angelat); b) la lectura de la carta secreta, prueba definitiva, gran momento de Roser Camí en el rol de Helene, hasta entonces demasiado sujeta a la cuerda sonámbula de su Lady Macbeth y c) el desayuno de la mañana siguiente, admirablemente montado, pautado e interpretado por toda la compañía.
Mingo Ràfols y Boris Ruiz, estrellas del Romea, tienen aquí dos papeles muy pequeños pero, gatos viejos, no los desaprovechan: el primero en el rol de Helmut, el maestro de ceremonias, intentando apechugar cómicamente con el caos que se ha abatido sobre la celebración, y el segundo en el papel del tío Leif, con una escena que es un gran momento de dramaturgia, tan simple como poderoso, y una lección actoral: a Boris Ruiz le basta quedarse solo, sentado, ausente, tarareando Cheek to cheek con una botella vacía entre las manos, para expresar todo lo que otros compañeros de reparto no alcanzan por mucha agitación que le echen. También quisiera señalar, en esa línea, la contención expresiva de tres cómicos nuevos en esta plaza: Jordi Llordella (Lars, el jefe del hotel), Jorge Peña (Kim, el cocinero vengador) y Eduardo González Santiesteban, el hartísimo y peligroso Batokai. Tras su estancia en el Romea, Celebración empieza en otoño una gira por toda España.
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