Que prohíban el pinganillo
Triunfo de Moncoutié en el primer día de transición entre los Alpes y el fin de semana pirenaico, y abandono de Beltrán
Hay muchas razones para estar en contra del pinganillo. Los viejos directores dicen que los ciclistas de ahora no saben ni colocarse en el pelotón si desde el coche no les llega a su oreja las indicaciones de dónde, cómo, cuándo y por qué. Los viejos aficionados dicen que el pinganillo ha matado la imaginación, el espectáculo, el sentido del riesgo, la esencia del ciclismo, en suma. Y si Freud, más viejo todavía, levantara la cabeza diría que el pinganillo, el bulto de la emisora en la espalda de los corredores, el cable por debajo de su maillot, el auricular insertado en su pabellón auditivo, el micrófono pegado a la escápula, son el cordón umbilical, las tijeras del padre castrador, que eso es lo que son los directores de ahora, campeones frustrados.
Argumentos de viejo, evidentemente, dicen los amantes del pinganillo, los ciclistas, que se sienten seguros porque si fallan el error es de aquel que les dice lo que tienen que hacer en cada momento; los directores, que nunca confían en la inteligencia y el carácter de sus corredores. Argumentos de retrógrados que no saben que la modernidad es esto.
Pero al argumento que ayer exhibió Santiago Botero, que no es viejo, que no es retrógrado, que es ciclista valiente, es difícil que los pinganillófilos puedan oponer oposición. Fue un argumento visual, definitivo. Botero, derrotado la víspera por el increíble Vinokúrov, apareció por la salida de Briançon con la cara abatida y una oreja izquierda hinchada como un globo que parecía una paleta de pintor, del sepia al magenta, al rojo y al violeta pálido variaban sus colores. "No, no se asusten", decía Botero, sexto en la general, a 3m 48s de Armstrong. "El rojo no es sangre. Son sólo las gotas que me ha echado el médico. Sufro una otitis tremenda. Estoy tomando antibióticos. Sí, es en la oreja en la que llevaba el pinganillo. Sí, puede que se me haya infectado por eso..."
Que lo prohíban.
Flecha, cuando huye en una fuga, prefiere soltarse el pinganillo y ponerse en las aletas de la nariz una tirita de esas que expanden las fosas y se respira mejor. Es su pintura de guerra. Ayer se la puso. Ayer falló. Entró en uno de esos grupos que se formaron en los primeros, frenéticos, 70 kilómetros. Otra de las maldiciones del pinganillo: cada vez cuesta más que un grupo salga, siempre hay alguno que desde el coche frena iniciativas, incentiva errores... Así que Flecha no estaba en la fuga de 13 que, día de calor, día de transición entre Alpes y Pirineos, finalmente se formó y llegó a meta con el consabido y consiguiente coro final. Siempre que hay fuga masiva el grupo en meta está formado por dos tipos de personas. Hay un listo y hay 12 con cara de tontos, con disculpas de mala fe de compañeros, con enfado, ira, la sensación de haber sido tangados, estafados en su ilusión, sus esfuerzos, su amor. El listo, que también era el más fuerte, se llamaba David Moncoutié, el mismo francés que hace un año, en el Midi, en Figeac, donde la piedra Rosetta, interpretó mejor la carrera que Flecha y Egoi Martínez. Ayer, Moncoutié, inteligente, educado, un parisino que se trabaja el aire diletante, se cuida las patillas, se margina de este mundillo ciclista, no necesitó sembrar cizaña entre sus compañeros para obtener su pasaporte, sino simplemente exhibir su pedalada fuerte en el momento preciso. Justo cuando Axel Merckx organizó su número para romper la armonía en el último puerto de segunda, el Corobin, muy conocido por los asiduos a la París-Niza, justo cuando el hijo del Caníbal fue capturado y justamente castigado por su acción, Moncoutié arrancó y se fue. Quedaban 35 kilómetros para la llegada. Su ventaja no superó nunca el minuto. Fue suficiente para que Gárate, Arrieta, Vicioso, Merckx, Halgand, Casar, Pellizotti... tuvieran tiempo de componer la cara que mejor cuadrara para no parecer muy tontos, además de batidos, en la llegada.
Armstrong, el líder, no necesitó componer ningún rostro. Le gustó cruzar la línea de meta triste y pensativo. A Armstrong le gusta el sol -pero sin pasarse-, a su Sheryl la tapénade -pasta de aceitunas- y el pan de higos. A los dos, el olor de la lavanda y la Provenza... Llegaban a Digne, a una avenida de plátanos, al calor, al olor, a su amor provenzal. ¿Qué le pasaba pues? ¿Qué le pasaba a su ayudante, su jefe de prensa, Jogi Müller, que andaba de acá para allá más serio que otra cosa? ¿Qué le pasaba a su equipo, cariacontecido? "Se nos ha caído Triki", explicó Armstrong. "Ha tenido una conmoción, un brote de amnesia, ha tenido que abandonar. Qué fastidio. Justo cuando llegan los Pirineos, con lo importante que es su trabajo en los primeros puertos..." Triki Beltrán se cayó en el descenso de la cota de las Señoritas Peinadas y dejó al Discovery Channel con ocho. Su desfile en los Pirineos será incompleto. El andaluz de Jaén es sólo el cuarto corredor de un equipo de Armstrong que abandona el Tour en sus siete años en la cumbre. En 1999 no terminaron Meinert y Vaughters; en 2001, Vandevelde.
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