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Columna
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El siglo de los errores

Recientemente, en la clausura de unas jornadas sobre Jean-Paul Sartre, un periodista formuló una frase feliz que mueve a reflexión: "Si Sartre fue una equivocación, posiblemente todo el siglo XX fue un error". La frase suspende el juicio, pero deja entrever una cuestión apenas debatida: el verdadero saldo, histórico y moral, que nos ha dejado el siglo XX.

Sartre fascinó a Europa con el existencialismo, una visión filosófica que reflejaba con fidelidad las sensaciones del hombre moderno: un ser desasistido al que se le otorga una libertad absoluta, pero que debe ejercerla en un entorno desolado y sin sentido. En ese aspecto, Sartre acertó a dibujar el drama del hombre moderno y a verbalizar ese desasosiego interior que crecía (y sigue creciendo) en un mundo repleto de incertidumbres. Pero luego Sartre quiso encajar el existencialismo en la ortodoxia marxista, al tiempo que asumía una de las más curiosas costumbres del intelectual tal como hoy lo conocemos: la indeclinable necesidad de pronunciarse sobre esto y lo otro, y hacerlo además con la contundencia de un oráculo. Sartre acabó tomándole el gusto al ejercicio de un episcopado laico que le permitía dictaminar con insolente suficiencia sobre cualquier controversia política o social.

La profunda piedad hacia el ser humano, la grandeza ética que mostró siempre Albert Camus molestaba mucho al nuevo dictador del pensamiento. Y Sartre, en la carrera por la hegemonía, acabó convertido en una especie de diminuto dictador, rodeado de una corte de alienados (siguiendo la terminología de la época) que se limitaban a plegarse a sus deseos. Lo cierto es que Sartre representa como nadie la figura del intelectual moderno, y lo hace en sus peores facetas. Sartre se equivocó demasiadas veces y ya ha quedado sometido al juicio de la historia. Es el paradigma del intelectual, con todo lo cómico, inconsecuente y paradójico que ha reunido el personaje de intelectual durante los últimos decenios.

La equivocación enorme, sumaria, abrumadora, de la intelectualidad del siglo XX es una metáfora de la absoluta equivocación del siglo. Al siglo XX, por decirlo a la llana, le ha salvado la campana. Unas últimas décadas relativamente estables, acompañadas de un cierto avance de la democracia en el planeta, apenas han atenuado el saldo terrorífico de un siglo devastador, que en el plano ideológico conoció la brutal aplicación del comunismo a millones de personas y que hizo además del fascismo su única y misérrima aportación política verdaderamente original.

El siglo XX ha sido un siglo convulso, absurdo, en que el desprecio de la vida humana alcanzó niveles patológicos y donde a menudo la oposición al sistema constituido (a cualquier sistema constituido) se articulaba sobre principios tan totalitarios como aquellos que se pretendía derribar. Una silenciosa recapitulación colectiva nos llevó a reconsiderar, en voz muy baja, que ciertos inventos decimonónicos, como la democracia parlamentaria, la libertad de prensa, el libre comercio o la fe en la ciencia no eran cosas tan malas. Sí, inventos decimonónicos. Porque es que, además, la mejor muestra del sentir totalitario del siglo XX es esa connotación peyorativa que siempre se ha dado al adjetivo "decimonónico", como sinónimo de antigualla mental o material.

¿Decimonónico? Ojalá el siglo XX hubiera sido más decimonónico. No tenemos perspectiva histórica, pero dentro de mucho tiempo se verá el siglo en que nacimos con mayor rigor del que lo hacemos aquellos que fuimos beneficiarios de sus últimas décadas, algo más reparadoras. El siglo XIX estaría lleno de limitaciones técnológicas (aunque prefiguró ya muchos avances subsiguientes) pero ni practicó el asesinato masivo y sistemático, ni tuvo la irresponsabilidad de poner en práctica el comunismo, ni tampoco la indecencia de alumbrar el fascismo. El siglo XX llevó la locura política a unos extremos absolutamente inimaginables. Por fortuna, ahora vivimos de ideas nada nuevas, de viejas ideas concebidas en el XIX, y obviamos discretamente un periodo bastante confuso de la historia, Sartre incluido.

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