Bajo el volcán
Mi vecina es muy simpática. Hace años pasa de los 50, mantiene la extraña belleza que hace más de 20 años nos enamoró. Entonces ella andaba en compañía de un monstruo. Se llama Sigourney Weaver, es actriz y residente en Nueva York. Ahora está en Nápoles, como yo. Compartimos habitación con vistas; es decir, ella en una suite con terraza, y yo un piso más abajo. Nos despertamos con el Vesubio a la izquierda, el castillo del Huevo enfrente, y a lo lejos, en el centro del golfo, la isla de Capri. Hasta aquí todo bien, después la realidad impone sus limitaciones. Ella mide 1,90, yo no; es millonaria, yo tampoco; pasea con marido y otros guardias, yo a cuerpo descubierto. Después de un paseo por las ruinas de Pompeya, un homenaje a su padre que por allí la paseó cuando era adolescente, nos cuenta que piensa hacer la quinta parte de Alien, en plan barato, al estilo del cine independiente a la americana. Y yo no tengo posibilidades en el reparto ni de ayudante monstruo. El cine se hace con el material de los sueños y los documentales cuando te despiertas. Al menos nadie me puede quitar que la tentación viva arriba, ni reprimir los deseos por la vecina del ático. El deseo fascina, es fácil fascinarse en esta ciudad que sabe supervivir bajo el volcán, bajo muchos volcanes. Fascinó a Cervantes, que en su viaje al Parnaso habla de sus elíseos campos, de su agradable sierra, de sus montañas no tan dormidas. Fascinó a Pío Baroja, aquí transcurre su novela El laberinto de las sirenas, que tanto gusta a Fernando Savater. El impío Baroja hace un canto al hermoso caos de sus calles, a la belleza de su decadencia, a sus nobles y plebeyos habitantes sin moral. Le gusta este pueblo, y en general todos los pueblos, que se han dejado influir y conquistar. Asegura que los que no se resisten son los que al final más han influido porque imponen sus costumbres y sus ideas al invasor. Eran los años veinte; ahora, aunque lo esencial de la novela de Baroja permanece, las cosas son distintas en Nápoles. Se mantiene el constante bullicio, la suciedad de sus barrios históricos -a la cabeza, el barrio de los españoles-, pero el alboroto es de otra clase. Ahora va motorizado; como si nacieran con una moto entre las piernas, los napolitanos se mueven como centauros sin casco. Viendo su forma de conducir, sorteando sus motos y coches, además de ser bastante necesario estar en forma y conocer algo de las artes del toreo, a uno le da la impresión de que los milagros existen. Que haya más muertos por la Camorra que por cruzar sus calles es un milagro comparable al de san Genaro.
Los napolitanos son una mezcla de paganismo y fe católica. Las calles del centro están llenas de pequeños santuarios, la mejor representación del arte kitsch que uno pueda imaginar. Al lado de las vírgenes, de los santos y de las ánimas en perpetua llama, te puedes encontrar, compartiendo altar, la imagen de Totó y la de Maradona, dos de las mayores veneraciones paganas de una ciudad capaz de dar al mayor barroquismo religioso y las medidas de Sofía Loren. En pleno centro del caos, en una calle de viejas librerías, está uno de los más famosos templos populares a Maradona. La tarde de mi llegada me encontré con el cosmopolita Manu Chao, cantor a favor de los clandestinos, artista de éxito que no olvida los barrios bajos, cantando al lado de las velas dedicadas a Maradona, que había vuelto a su querida Nápoles. Estaban rodando un documental de Kosturica sobre el ídolo caído y vuelto a levantar. ¿Será Nápoles el lugar más adecuado para dejar la cocaína?
En mis días napolitanos, en compañía del director del Instituto Cervantes, Manuel Fontán, tuve la ocasión de comprobar de primera mano que no siempre hay que estar de acuerdo con los poetas. Ni aunque se llamen Gil de Biedma. Siempre me había parecido de una hermosa melancolía ese deseo de retirarse en algún lugar cercano al mar, terminar los días viviendo "como un noble arruinado, viviendo entre las ruinas de mi inteligencia". En Nápoles lo viví de cerca y no me gustó. Un noble de ascendencia española, el conde D'Ávalos, descendiente de aquellos Ávalos afincados en Nápoles desde los tiempos del emperador Carlos V, nos recibió en su imponente palacio. Un verdadero mundo en extinción, herrumbrosas lanzas, tapices borrados por el tiempo, mesas nobles tapadas con viejas sábanas, salones cerrados, muebles, pinturas, escaleras, patios, jardín, balcones que conservaban una suciedad al margen de toda nobleza. Vivir como un noble arruinado es muy duro. La vida de estos nobles de antaño se termina pareciendo a la de sus vecinos de los barrios del centro. Exquisitos en su trato, cultos improductivos, gatopardos que han visto cómo su mundo de esplendor se va derrumbando siglo a siglo, año a año, semana a semana. Necesitan vender a los especuladores, alquilar el palacio por apartamentos o cobrar la entrada a los que quieran ver un mundo en extinción. Son los restos de unas nobles ruinas que no quieren convertirse en un museo. No pueden trabajar, no pueden apuntarse al paro, se terminan su días entre la ruina y la belleza. Mientras todo se derrumba a su alrededor, ellos siguen tocando a Scarlatti, entre sus paredes apenas les llega el ruido de la calle. El alboroto sigue fuera. Ellos, los últimos nostálgicos de una nobleza inexistente, no se dan cuenta que ya no se puede vivir bajo el volcán. Mientras tanto, los clandestinos que llegan del Este, los sin papeles que manipulan las mafias, siguen soñando que Nápoles es un paraíso cercano. Nápoles no es un paraíso. Es un purgatorio que sigue sin ir a votar las leyes progresistas. Los domingos van a misa y al partido de fútbol. Conservan la fe en la sangre licuada de san Genaro y en su equipo que intenta salir del infierno de la Tercera División. En Nápoles, en Italia, crecen los nostálgicos de la batalla de Lepanto; hay una nueva ola de conservadurismo, de vuelta a los integrismos católicos; los llamados teo-con (teocráticos conservadores) están contra la unión de los homosexuales, contra Almodóvar y por Mel Gibson. No importa, ahí siguen las imágenes de Pompeya, volverán los días fastos, volverá el deseo que fascina. El volcán está apagado, los napolitanos también saben apuntarse al carpe diem. Vuelvo a Madrid, me he perdido la manifestación integrista, como Gallardón, pero por distintas razones: me alejo de uno de los más hermosos paisajes del mundo. La belleza cansa, como el trabajo.
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