Carreteras secundarias
Decía Melville que los lugares verdaderos no figuran en ningún mapa. También hay caminos que no llevan a ninguna parte, pero son los únicos que nos permiten descubrirnos a nosotros mismos al final del trayecto. Siempre que emprendo un viaje por carreteras comarcales, a poco que me descuide, me encuentro sin darme cuenta en medio de una fascinación infantil que rezuma el mismo gusto aventurero de las primeras lecturas. En el fondo todos seguimos buscando, de una u otra forma, aquella dilatada y misteriosa isla incógnita que soñamos de críos.
Desde entonces me he acostumbrado a considerar el coche como una habitación más de la casa. Mis padres solían llevarnos a todos los hermanos en sus escapadas nocturnas. Atravesábamos regiones deshabitadas por aquellas carreteras angostas de los años setenta, como si nos deslizáramos bajo las mantas con una linterna. Recuerdo subir a la sierra de Santa Marina casi a oscuras, parándonos a escuchar las ramas agitadas de los pinos. Cuando nos despertábamos, ya empezaba a amanecer y veíamos asomar el penacho naranja del sol por encima de los cerros, como la cola de un cometa. Después iban apareciendo poco a poco el púrpura de los brezos y el amarillo desesperado de la retama que es el oro de las montañas.
Las novelas tampoco son caminos rectos, sino travesías llenas de desvíos y en alguno de ellos a veces el azar se encuentra con el destino. Pero fuera de la geografía literaria, existen otros paisajes que aunque son reales tienen el don de restaurarnos el alma por dentro como los mejores libros. Uno de esos lugares lo tengo tan reciente en la retina como el cielo abierto de este sábado de junio. Habíamos salido a media mañana hacia las montañas de la Marina Alta con el sol salpicando de pintura el parabrisas del coche. A los pocos kilómetros, sin que ningún deseo previo nos lo vaticinara, sin que probablemente lo mereciéramos, descubrimos una vibración distinta en la luz. Fue doblar la última curva que nos metió de lleno en Vall d'Ebo y el aire se llenó por entero de millares de diminutas cerezas encendidas que se colaban por las ventanillas abiertas a ambos lados de la senda como los frutos sagrados de un paraíso perdido.
Fuera de las autopistas trilladas, todavía quedan senderos de gloria en los que, con un poco de suerte, uno tiene la oportunidad de volver a sentirse ebrio de esa felicidad excitada que es el tributo del explorador adolescente que nunca hemos dejado de ser. En esos valles del interior que se ponen tan hermosos al oscurecer existen lugares donde es posible descansar a la sombra, y en el silencio, bajo las piedras enjutas, se llega a oír el lenguaje milenario de los insectos comunicándose a través de las antenas. Hay barrancos que abren un ojo azul sobre el mar, alquerías perdidas, tabernitas de pueblo con una terraza bajo un emparrado donde cualquiera puede sentarse ante una cerveza bien fría y renunciar al mundo a cambio de una ración de almendras.
A medida que pasan los años, el mapa de nuestra particular isla del tesoro se va adelgazando cada vez más hasta confundirse con un punto de la conciencia, por eso algunas rutas son también caminos de perfección: carreteras bajo las copas de los cerezos en las que aún se puede escuchar el sonido del agua en una acequia, y luego nada, sólo kilómetros de fuga mientras en la radio del coche suena una música de acordes muy limpios que es la banda sonora de una travesía en la que uno podría demorarse toda la vida.
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