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Columna
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Fe

El azar es amante del cine. La otra noche, la famosa noche del partido de la Copa del Rey, presencié cómo practicaba el montaje con dos cadenas de televisión que aparentemente no tenían nada que ver pero que emitían un mensaje al unísono sirviéndose de algún conducto subterráneo. Según ya está al tanto toda Andalucía, la competición precisó de dos bandas de onda distintas para distribuir su patadas, con el fin de que no existiese bicho respiratorio que se zafase de ella; pero lo que muchos no saben es que, simultáneamente a la paciencia del árbitro, en la 2 de TVE estaba teniendo lugar un documental apasionante sobre la Segunda Guerra Mundial, con una cantera de imágenes inéditas en color. En alguno de los momentos en que yo zapeaba buscando ahuyentar el aburrimiento, detecté el mensaje: el azar había yuxtapuesto las hinchadas de ambos equipos, con sus camisetas, bufandas y banderas verdes y coloradas, a otra hinchada anterior, que también llevaba uniformes y agitaba estandartes, pero cuyos colores predilectos eran el pardo y el rojo. Me di cuenta de que el mismo brillo de pasión, de arrobo, de energía brillaba en las miradas de los jóvenes nazis que vitoreaban al Führer en Nuremberg y en las del público que rugía ante las evoluciones del balón, y aquello no me provocó miedo, no, sino una emoción insólita que fue a aprisionarme al sillón de casa, sin saber dónde había abandonado las babuchas: tuve envidia.

A veces, algún periodista o la persona incauta a la que han atrapado para que presente en sociedad alguno de mis libros me ha hecho una pregunta que suelo contestar con el mismo estribillo. "¿Qué diría usted a las personas a las que no les gusta leer?", me interrogan, y yo pongo cara de desentendido y replico: "Ellos se lo pierden". Y es verdad que siempre he sentido que se lo pierden, que la lectura constituye una experiencia vivencial tan intensa y dramática y cargada de tal tonelaje de significados que lamento profundamente que alguien prescinda de ella por obcecación, por ignorancia. Pensé en esa respuesta mientras veía a las jóvenes jaurías nazis aullar ante el dictador, mientras las aficiones de los equipos alzaban las voces, mientras descubría en sus músculos la misma determinación y el mismo motivo secreto para seguir combatiendo. A menudo los prejuicios nos prohíben gozar de ciertos apartes de la vida, porque renegamos de un color, de una palabra, de una dirección del espacio: eludimos a ciertos autores por su orientación política, evitamos bebidas por exceso de carbono o falta de burbujas, algunos litorales del atlas nos resultan demasiado chabacanos para descender a su aeropuerto. Él se lo pierde, habría dicho de mí cualquiera de aquellos muchachos desorbitados cuando le comentasen que existía un pobre hombre, yo, que no amaba el fútbol. Lo comprendí: educado en el resabio, en el escepticismo, en la incredulidad, yo que había aceptado todo lo que la cultura tiene de escombro y ceniza envidiaba a aquellos individuos que creían, que poseían una meta, que compartían una fe y un himno, que eran hermanos. Me esforcé sinceramente, durante algunos minutos, por apasionarme por el juego y seguir con interés los avances de los veintidós millonarios por el césped, pero me aburrí al poco. Luego, cuando la calle se llenó de pitadas y coros, cerré los postigos para sentirme menos solo. Yo me lo había perdido.

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