La mano de lo invisible
En la extravagante televisión de Esperanza Aguirre, donde todo, hasta el parte meteorológico parece tener doble sentido, por más que el primer sentido de todo esté siempre muy claro, aun es posible toparse con pequeñas parcelas de sorpresa. Por ejemplo, ver a Jorge Edwards comentar en el no menos extravagante Diario de la noche que conduce, con enérgica pereza, German Yanke: "No todo el mundo tiene que ser escritor, es más creo que no todo el mundo tiene por qué ser lector". Una afirmación que me parece justa y necesaria entre el maremoto de imposiciones que nos inunda, un estado de las cosas, en el que cada intención, cada suceso y cada idea, parece obligarnos a la militancia. Nada sucede ya que no nos obligue a agruparnos, a favor o en contra, ni hay individuo que no arrastre con sus dudas una cadena de sospecha, una escisión virulenta en la ciudadanía, y si no que se lo digan a Sabater, que ha sido quemado ya en las dos piras por atreverse a la incertidumbre frente a la más incierta de nuestras cuestiones.
Todo lo que se agrupa, por desgracia se amontona, y todo lo que se amontona tiende a diluir nuestro perfil como individuos. No es de extrañar que todos los intentos de sociedad perfecta hayan caído a los pies de los caballos de las sociedades imperfectas. Creo que si algo ha salvado hasta ahora al violento capitalismo del mundo occidental, ha sido su falta de coherencia, sus abruptas irregularidades, su profunda injusticia, el enorme campo abonado para la malversación, para el mestizaje, para el error, los espacios abiertos creados entre piezas que no terminan, ni terminarán nunca de encajar. Todos los sueños nuevos de libertad colectiva han terminado por arrinconar el viejo sueño de la libertad individual.
Me contaba un traductor criado en el Berlín oriental que en las filas del colegio fue sancionado duramente por ponerse, un caluroso día de verano, el jersey sobre los hombros. Tal frivolidad fue vista por sus maestros como una inequívoca prueba, no solo de frivolidad, sino y he aquí lo peligroso, de singularidad.
Tras la caída del comunismo, las mal llamadas sociedades libres, le han perdido el miedo a la agrupación bajo el engaño de que toda la singularidad que necesitamos para ser libres reside en la escisión constante de cada célula de pensamiento en dos partes medianamente equilibradas. Desde la Europa del sí y el no, a la España del PP y el PSOE, todo asunto, pasando, por la negociación con ETA, tiene que tener sus dos opciones, y ni una más. De ahí que cualquier duda al respecto de cualquier cosa sea hoy peor vista que cualquier certeza por grotesca que esta sea. También la cultura, y en lo que me ocupa, la literatura, ha sufrido el daño que todo proyecto común esconde bajo su apacible sonrisa. La superioridad de la ficción sobre la realidad, ha radicado siempre y precisamente, en que la realidad se impone mientras que la ficción se escoge. Éste es el territorio de su singularidad, y también el escondrijo en el que toda la gran literatura vive alimentada de su silencio.
Este largo preámbulo viene al caso, o debería venir al caso, que a veces uno se pierde, de la publicación de El espejo del mar, un prodigioso libro de Joseph Conrad, que Javier Marías nos devuelve con su magnífica traducción revisada y una cuidada edición que incluye fotografías de Conrad, de su vida, de sus barcos, y que se cierra con una radiografía de la mano del escritor polaco, que puede uno admirar largo tiempo sin acercarse por ello a su misterio.
La escritura no precisa de promoción, sino de posibilidad de contagio. Si algo da validez a un sistema, es que aun nos permita, de cuando en cuando, entrever lo que August Strindberg llamaba La mano de lo invisible. Pueden priorizarse las lenguas, a la catalana, sin que eso sirva para ensalzar o degradar la literatura. Afortunadamente los escritores no se amontonan, por más que se flete un avión rumbo a cualquiera de esas ferias insignificantes que se reaparten por el mundo. La literatura sobrevive cuando las monstruosas piezas de todo lo demás no encajan.
En un mundo partido en dos por incuestionables certezas, y reagrupado en ruidosas jaurías antagónicas, da gusto toparse con el callado rumor de un hombre solo, arrinconado por el mar, recluido en la aterradora libertad de ser uno, y nada más.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.