Los cuernos de Popeye
NO SÉ A QUÉ CARTA quedarme. Cuando vine a este gran país decidí adaptarme a las costumbres americanas, porque yo soy muy camaleona, y desde entonces (te lo creas o no) me levanto a las siete de la mañana, en parte por adaptarme a este gran país, en parte porque en este gran país no creen en las persianas y el solazo entra implacable desde las seis. De seis a siete aguanto en la cama con uno de esos antifaces que te regalan en Iberia y que me hacen sentir un poco la Audrey Hepburn de nuestros días, pero yo no sé dormir con antifaz, así que durante esa hora (6 a 7) me entra una mala hostia que me vuelvo la típica española revenida que practica un antiamericanismo irracional. Esa soy yo (de 6 a 7).
Durante esa hora pienso, todos los días, que los americanos no tienen sensibilidad, que les da igual dormir con todo el solazo. También es verdad que podría ir a la tienda de abajo y comprarme una cortina. Pero no voy: a) por pereza; b) porque si he decidido adaptarme me adapto para lo bueno y para lo malo; c) porque los dependientes negros me tratan fatal. Al principio me ponía muy triste porque creía que me trataban mal a mí exclusivamente, ahora me he dado cuenta de que tratan mal a todos los blancos y eso me consuela bastante. Mal de muchos, consuelo de blancos.
Lo malo es que mi grado de adaptación no es, digamos, al cien por cien, porque si te levantas a las siete tendrías que acostarte a las diez y media o las once (como máximo), y ahí es donde me sale la vena española. A mí a esa hora, qué quieres que te diga, no me mete nadie en la cama, ni Dennis Quaid. Con lo cual, que son las dos de la madrugada y entre que si esto que si lo otro, no cierro el ojo. Resultado: esta mezcla de culturas, este multiculturalismo personal en el que me encuentro inmersa, me está matando a nivel salud, tanto física como mental.
Y me pasa lo que no me ha pasado nunca, que me duermo en el metro. Como me monte en el metro después de comer y beberme la consabida copa de Tempranillo me arrebujo y me echo la siesta.
Hay veces que la siesta se convierte en siestorra y me paso de parada, y eso es fatal. El otro día me pasé tres pueblos y cuando me desperté llevaba la cabeza apoyada en una negra inmensa que iba también dormida (por cierto), y miré a mi alrededor y todo me pareció muy raro porque de pronto era la única blanca del vagón y me sentí miembro de una minoría racial. Estaba en Harlem. No siempre puedo echarme la siesta en el metro porque es difícil pillar sitio. No quiero que se me malinterprete, pero soy de la opinión de que los gordos en América deberían pagar más en el metro. Aquí un gordo, en toda la extensión de la palabra, te ocupa tres asientos: dos asientos para su culo y el tercero para poner la caja del Popeye. El Popeye es una marca de pollo empanado. La gente moja el trozo de pollo en una salsa rojiza, y en la caja viene escrito bien grande: Popeye. Los gordos no se conforman con ocupar dos asientos, necesitan otro para su Popeye, se toman dos o tres trozos, y mientras mastican dormitan como hipopótamos y a ti te dejan de pie porque como no estás gorda te tienen un odio ancestral. Han cambiado mucho los tiempos desde aquel Popeye el Marino que comía espinacas. Por cierto, el otro día un amigo y yo, al calor del Tempranillo, estuvimos acordándonos de Popeye.
Mi amigo me hizo reflexionar sobre la figura de Olivia, la novia. Dice mi amigo que Olivia era una zorra, lo miraras por donde lo miraras, porque estaba superclaro que a Popeye le ponía los cuernos con Brutus y encima le hacía pelearse con él, y para colmo, ahí estaba Cocoliso, que, según mi amigo (todo esto es según mi amigo), no era hijo ni de uno ni de otro. Cocoliso era de un tercero, o sea, lo que in illo témpore se llamaba un pequeño bastardo.
Yo, la verdad es que me harté de ver Popeye en mi infancia, pero nunca pillé esa inquietante subtrama. Aunque ahora que mi amigo me ha abierto los ojos estoy bastante de acuerdo: Olivia era un zorrón y una lianta de tres pares de narices. Yo es que soy muy poco observadora, de verdad, no veo más que lo que tengo delante de los ojos. A mí, por ejemplo, siempre me ha parecido que Estados Unidos está lleno de gordos que viven, sobre todo, en las zonas más pobres. Por ejemplo, los gordos que no me dejan sentarme en el metro y que ocupan dos asientos (y uno para su Popeye) son los que vienen del Bronx.
Y lo de ocupar un asiento con la caja del Popeye es una venganza de raza, porque aquí los blancos y los negros no es que se lleven mal, es que no se llevan. Pues ahora resulta que ha llegado el filósofo francés Henri-Levi, se ha pasado seis meses en los Estados, y ha empezado a publicar una serie de reportajes sobre América en la revista Atlantic Monthly, y el muy filósofo va y dice que eso de que aquí hay gordos es un tópico europeo antiamericano como una catedral y que para nada.
Total que, ahora, cuando me veo abocada a ir de pie en el metro porque todo está lleno de gordos con sus Popeyes me digo que igual es que a mí me han tocado los únicos gordos que hay en Nueva York y que qué mala suerte y maldita sea mi estampa.
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