El Cid, por la puerta grande
La torería está de fiesta porque, por fin, El Cid, torero de Salteras, la zurda más honda y pura de la torería actual, fue izado a hombros en olor de multitud para ser venerado, cual dios pagano, por una afición embelesada y sobrecogida.
Por fin, El Cid, por la puerta grande de Las Ventas. Por fin, el toreo en lo más alto, en el altar mayor de la tauromaquia más sentida. Por fin, la suerte se aliaba con la justicia.
La torería es consciente, no obstante, de que las dos orejas concedidas al torero en el segundo de la tarde constituyeron un error de bulto. No fue faena grandiosa, ni muchos menos pero, quizás, los trofeos fueron la compensación de tanta tarde de triunfo frustrado, de tanto gozo transformado en decepción y de tanta alegría como este torero ha proporcionado a la afición madrileña, que lo ha adoptado como hijo y, desde ayer, como primerísima figura del toreo.
Victorino Martín / Encabo, El Cid, Bolívar
Toros de Victorino Martín, muy bien presentados y astifinos, bravos en el caballo y dificultosos; nobles 2º y 5º. Luis Miguel Encabo: metisaca, pinchazo bajo y un descabello (silencio); pinchazo, media tendida y dos descabellos (ovación). El Cid: estocada (dos orejas); dos pinchazos -aviso- y estocada (vuelta). Salió a hombros por la puerta grande. Luis Bolívar: estocada muy baja (silencio); estocada y dos descabellos (silencio). Plaza de Las Ventas, 3 de junio. 18ª y última corrida de feria. Lleno.
No fue faena grande porque el toro, noble, fue corto de embestida y desarrolló un punto de sosería. Fue la faena de un perfecto conocedor del oficio y de los victorinos. No fue una labor de hondo sentimiento, pero sí de dominio y seguridad, sobre todo con la mano derecha. Quizás, el secreto de este torero es que los cita a larga distancia, con la muleta siempre por delante, no los agobia, los deja reposar, carga la suerte y liga los muletazos. Así de sencillo y así de misterioso. No hubo conmoción ni apoteosis, incluso, la vuelta al ruedo careció de la emoción de otras veces. Pero era un torero en su máximo esplendor quien gozaba del favor general.
Llegó el quinto. Hondas verónicas de salida. Se repucha el toro en el caballo y acude con codicia en banderillas. El Cid brinda a Rincón. Se dobla por bajo y el toro va largo, largo. ¿Le tocan a este torero los mejores lotes o es que los entiende mejor que nadie? Sin duda, lo segundo. Otra vez en el centro del ruedo, muleta planchada por delante y comienza entonces una sinfonía del toreo en redondo. Perfecto de colocación, con la suerte cargada, inicia lo que, a la postre, sería una lección magistral de un catedrático taurómaco. La segunda tanda de redondos fue, posiblemente, una de las más perfectas de la historia de este espectáculo. Redondos larguísimos, con el toro embebido en la franela, pases ligados y el obligado de pecho como la culminación más bella que imaginarse pueda.
Ésa sí fue una faena de peso, maciza, apoteósica de un maestro en sazón, de un artista en plenitud. Mató mal, como suele suceder, y el público le obligó a dar una clamorosa vuelta al ruedo.
La corrida de Victorino llevaba la emoción en las entrañas. Todos, a excepción del quinto, cumplieron en el caballo y algunos se arrancaron de largo. No fueron fáciles para Encabo y Bolívar y ambos, dignísimos toda la tarde, pasaron el purgatorio para salir indemnes de tan grave compromiso. Encabo no se confió con el soso primero, en el que compartió un interesante quite con El Cid. Se peleó de verdad con el cuarto, valiente y muy entregado. Quizás, el compromiso era muy grande para Bolívar. Complicado su lote y escasa experiencia en sus manos. No le faltó voluntad, aunque se vio desbordado en su primero y se jugó el tipo en el sexto, que le propinó una espeluznante voltereta de la que, milagrosamente, salió ileso.
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