Sueños y realidades
La antesala fue eterna. No era precisamente un condenado en el corredor de la muerte, pero en el confín de aquella alfombra, tras una puerta de caoba, estaba en juego mi destino. Se movió el picaporte. Me entraron ganas de huir. Inexorablemente, la puerta empezó a abrirse. Me puse en pie. Moratti hijo me salió al paso. Por encima de su hombro, tras una inmensa mesa vacía, atisbé a Moratti padre. Pero el hijo ni siquiera me invitó a entrar. Lo tenían todo dispuesto. Me habían asignado un relevante cargo como director publicitario de la gasolina ESSO en Europa. Sentí vértigo. Me vi encorbatado de por vida, o sea, atado por el cuello y embotellado en lo más alto de un edificio transparente. Obedeciendo a un súbito impulso, me lancé al vacío. Y dije que no. Moratti hijo retrocedió como si le hubiera propinado una bofetada. "¿Cómo que no?", acertó a balbucear. El salto estaba dado, sólo restaba caer.
"Se llamaba Charo López. Todavía no era actriz, pero se había convertido en mi repentina musa. Aunque apenas tenía veinte años, la veía en el papel de una mujer madura y seductora, con experiencia y amantes"
"Nueve rostros impenetrables, en torno a una mesa sin fin, tuvieron el dudoso privilegio de oírme relatar, por vez primera, las peripecias de 'Ditirambo"
"La movida posmoderna y la recuperación del culebrón dieron al traste con nuestras pretensiones. Un jovencito apellidado Almodóvar me mostró sus primeros cortometrajes en súper 8"
-Quiero hacer cine -me oí decir.
El silencio no presagiaba nada bueno. La expresión de Moratti hijo tampoco. Podíamos dar la entrevista por concluida. De pronto, desde el fondo del despacho, Moratti padre habló. Pronunció una sola palabra: Capisco. Y me hizo pasar.
No lo había previsto y no tenía ningún proyecto que exponer. Tuve que inventarlo sobre la marcha, y lo hice con tal convicción que me convencí a mí mismo. Y por un momento creí haberle convencido también a él. Pero no. Tras escucharme atentamente, el commendatore Moratti me respondió que él no hacía cine. Que hablaría con unos amigos y que ya me llamarían. Ni siquiera precisó cuándo.
A Helenio le parecía inconcebible mi comportamiento, pero estaba impresionado. Nadie le dice que no a Moratti así como así, se decía a sí mismo. A mi madre le preocupaba haber dejado pasar una ocasión única. Ambos estaban de acuerdo en que rechazar la propuesta había sido una locura. Y lo era. Sobre todo porque la alternativa cinematográfica era un despropósito todavía mayor. Pretendía escribir, producir, dirigir e incluso interpretar una película. Se titularía Ditirambo. Y Helenio me ayudaría a conseguirlo, aunque él todavía no lo supiera. Ni lo imaginara. Odiaba los sueños, eso me dijo. Efectivamente, era un hombre realista y duro. Pero olvidaba que gracias a soñar con un balón había conseguido salir de la peor de las miserias en Casablanca y lograr un éxito que no se alcanza sin haberlo soñado noche y día. Le conocía bien. Y no sólo por las circunstancias familiares, sino también por haber sido yo quien había redactado su autobiografía, publicada dos años antes. Amaba el dinero sobre todas las cosas y al fútbol casi tanto como a sí mismo. La vida era un rectángulo con dos porterías, y el resto, alrededores. Donde la mirada del árbitro no alcanzara, valían las trampas. En una ocasión me dio una lección de ética que me dejó perplejo. Por aquel entonces entrenaba al Sevilla y quería obtener la carta de libertad para fichar por el Barcelona. Pero el presidente del club andaluz se negaba a rescindirle el contrato. "¿No ves?", me dijo como quien revela a un niño pequeño la más elemental de las evidencias. "Ahora ya entiendes para qué sirve la policía...". Y, aludiendo al presidente en cuestión, añadió: "¡Porque si no, lo mato y ya está!".
Helenio
Para los jugadores era un caudillo y llevaba al equipo como si se tratara de huestes a la conquista de territorio enemigo. Lo equiparaban a Napoleón por su triunfante campaña italiana y desde sus inicios le apodaron el Mago porque predecía las victorias y convertía las derrotas en incidencias ventajosas, arguyendo que siempre se necesita tocar fondo para cobrar impulso o que, como en las carreras, a veces convenía rezagarse para ganar el
sprint final. Si un jugador tenía fiebre, le convencía de que todos los atletas lograban sus mejores marcas con fiebre. Si, por lesiones o expulsión, el equipo se quedaba con un hombre menos, les decía que con diez se juega mejor. Esta última boutade se verificaba con cierta frecuencia. Sea por el esfuerzo agonístico que provoca el sentirse en inferioridad o porque, en un fútbol que busca crear espacios, un hombre menos significa un espacio más, Helenio era excelente preparador físico y genial estratega. En los informes que me encargaba sobre los equipos que semana a semana se enfrentarían al Inter, me pedía toda clase de pormenores tácticos y algún que otro detalle peculiar. Por ejemplo, si un jugador ponía los brazos en jarras era señal de que no estaba en forma. Si rodaba por el césped cuando lo zancadilleaban era, por el contrario, señal de que se encontraba en muy buena forma. Pero, por supuesto, el objetivo primordial consistía en estudiar las posiciones y desplazamientos en las zonas donde no estaba el balón, sin perder de vista el desarrollo de las jugadas. El incesante corretear de 22 piezas vivientes convertía el rectángulo de juego en un demencial tablero. Me volvía disléxico. Resultaba agotador. Y cuando, después de la partida, regresaba a Milán desde la ciudad de turno, Helenio analizaba conmigo las anotaciones y me mostraba en una pizarra las estratagemas posibles para desarbolar al rival. Me encantaba ver sus ideas plasmadas sobre el terreno, como las mías en el lienzo de una pantalla. Un sueño al que no pensaba renunciar.
No fue fácil. Finalizado el largo verano, Hélène, con los niños y Gol, esperaba en París, mientras yo, en Como, estaba con el agua al cuello, y no precisamente la del lago. La llamada de Moratti tardó en llegar. Pero llegó.
Helenio, cada vez más intrigado, quiso acompañarme a la cita que Moratti había concertado con un tal Stacchi, presidente de la Distribuidora Euro Internacional Films. Tomó la palabra y no nos dejó hablar ni a Stacchi ni a mí. Había hecho suyo el proyecto. Arengaba al desconcertado distribuidor como a un delantero a punto de saltar al campo. Pero Stacchi no movería el culo del banquillo por una producción española. Con diplomacia, me preguntó cuándo estaría dispuesto a exponer el asunto en Roma ante sus socios. Una manera de quitarnos de en medio. Yo iba a darle largas, pero Herrera contestó por mí:
"Mañana". Me dejó estupefacto. Al salir le advertí de que no tenía una lira y de que la estancia en Roma podría prolongarse durante semanas sin ningún resultado. Ya conocía a estos ejecutivos que se pasan la pelota de uno a otro antes de encestarla en la papelera. "Piénsatelo", me dijo. Y subió a las oficinas del club, donde le esperaba un ex jugador del Inter al que algunos daban por acabado. Buscaba equipo. Cualquiera, con tal de jugar al menos una temporada más. Aunque fuera en tercera división. "¿Por qué no lo fichas tú?", había sugerido yo. Era rápido. Bien entrenado, todavía podía rendir un año o dos. Tenía la capacidad de anticipación y movilidad que Helenio requería para sus planteamientos. Se llamaba Bicicli. Helenio no me dijo ni sí ni no.
Los leones del Coliseo
Mientras Bicicli, arriba, dirimía su futuro, abajo, yo iba y venía por la acera, dirimiendo el mío. No iría a Roma. Moratti me había enviado a Stacchi, y Stacchi me enviaba a los leones del Coliseo. Y la película ni siquiera tenía guión. Apenas argumento. Me obsesionaban imágenes dispersas en las que el dinero desempeñaba un papel preponderante. Cómo no. Veía a una viuda enlutada volcando un maletín repleto de dólares sobre la fosa de su marido, un escritor al que le habían otorgado el Nobel justo antes de morir. También veía a un millonario que en su lecho de muerte ocultaba bajo las sábanas una fortuna en billetes. Y a una niña que recibía una maleta llena de dinero, sin saber de quién ni por qué. Y a una mujer que moría de un disparo inesperado. Se llamaría Ana Carmona. Se llamaba Charo López. Todavía no era actriz, pero se había convertido en mi repentina musa. Aunque apenas tenía veinte años, la veía en el papel de una mujer madura y seductora, con experiencia y amantes. Quizá porque se parecía a Ava Gardner. O a mi madre. Y luego estaba yo. El inefable Ditirambo. Un personaje que nunca reía, que cumplía cuantos encargos le encomendaban y que siempre decía la verdad. Pero ¿cómo contar algo así a un consorcio de ejecutivos reunidos?
En ese momento salió del portal Bicicli. Movía, incrédulo, la cabeza y hablaba solo. Estuvo a punto de ser atropellado al cruzar con el semáforo en rojo y se perdió, feliz y atolondrado, entre la gente. Supe que Helenio había seguido mi consejo y lo había contratado. Y sentí que mi llegada hasta allí no había sido del todo baldía.
Al poco rato, Herrera bajó de las oficinas del club y me preguntó qué era lo que había decidido hacer. Le dije que no me quedaba más remedio que regresar a Barcelona. Entonces se sacó del bolsillo un billete de avión a Roma y un sobre con 100.000 liras para los gastos. Me había reservado también una habitación en el Quirinale. Quedé tan aturdido como el propio Bicicli. Al día siguiente, en Roma, me enfrentaba a las legiones de Stacchi y, tras debatir cuestiones económicas, por las que sorprendentemente no manifestaron ningún interés, me vi en la tesitura de contarles la película, improvisada y de viva voz. Nueve rostros impenetrables, en torno a una mesa sin fin, tuvieron el dudoso privilegio de oírme relatar, por vez primera, las peripecias de Ditirambo. El auditorio mantuvo la compostura, pero preferiría bañarme desnudo entre tiburones del estrecho de Ormuz a revivir el trance. No hubo aplausos. Se limitaron a pedirme que se lo diera por escrito. Ellos me pondrían en contacto con productores que pudieran estar interesados. Les advertí de que no había ido a pasear por Roma y replicaron, transidos de razón, que necesitaban al menos una sinopsis. La escribí allí mismo, en un despacho contiguo. Y me llamaron dos días después para que me entrevistara con Bolognini, un importante productor.
Segundos fuera
Cuando ahora recapacito no doy crédito a mi osadía. Proponer una película sin guión ni presupuesto, fiándolo todo a la persuasión y, para colmo, involucrar a mi madre, a Helenio y al presidente Moratti, desechando un empleo que me habría solucionado la vida, era una flagrante muestra de insensatez. Pero si, además, la película era Ditirambo, la insensatez era locura. Una locura que, en Roma, durante los dos días de espera, se tornó en melancolía. Y la melancolía, en profunda tristeza, mientras en aquella habitación del Quirinale leía el libro de Hotchner sobre Hemingway. La visión de un Gary Cooper moribundo, con el crucifijo entre sus manos, arrepentido de haber fornicado, fuera del matrimonio, con maravillosas mujeres, me deprimió todavía más que la demencia alcohólica de un Ernest Hemingway debatiéndose entre la paranoia y la añoranza, hasta lograr pegarse el tiro redentor. La vida se encarga de destruir nuestros sueños antes de que la muerte acabe con ellos. ¿Merecía la pena seguir obstinándose? ¿Necesitaba el mundo que alguien hiciera una película más? ¿Necesitaba el cine que yo embadurnara las pantallas con mi mundo personal? El hecho de que el hotel estuviera a dos pasos de la stazione Termini no me parecía buen augurio. Las estaciones no resultan el lugar más propicio para plantearse preguntas sin peligro de perder el tren. Por supuesto, el mundo no necesitaba más películas, ni el cine me necesitaba a mí. Pero yo necesitaba el cine para no asumir el mundo con la mirada de los demás. Por eso, cuando Bolognini me propuso una coproducción, le dije que no. Un rumor recorrió la mesa de juntas y se encaramó al rostro de mi interlocutor torciéndole el gesto. ¡El joven recomendado por el presidente Moratti pretendía hacer una película de nacionalidad exclusivamente española y financiación italiana! Algo nunca visto. En realidad, mi valor era miedo. Al carecer de experiencia, temía que, en una coproducción, el control se me fuera de las manos en detrimento del tono de la película que tenía, eso sí, muy claro. Además había leído casualmente que el Gobierno español iba a interrumpir, ignoro por qué razón, las coproducciones con Italia. Al buen tuntún me saqué esa carta de la manga. Rieron escépticos. Hice la maleta y, antes de dejar el hotel, telefoneé a Herrera. Le conté que las conversaciones habían fracasado y que volvía a Milán para regresar a Barcelona. No era lógico. Porque, si la cuestión estaba cerrada, podía regresar directamente a Barcelona. No hizo ningún comentario. Pero durante dos o tres segundos dejó el flanco al descubierto. El combate no había terminado. Aferré el teléfono y solté el croché.
-¿Por qué no convences a Moratti para que ponga el dinero y produzcamos la película tú y yo?
El golpe debió de pillarle desprevenido porque puso el grito en el cielo. Nunca haría eso, perjuró. Pero lo hizo. Cuando llegué a Milán, el commendatore Moratti había dicho sí. Media hora después llamó Bolognini. Yo tenía razón. La noticia sobre las coproducciones se había confirmado y estaban dispuestos a producir la película. Demasiado tarde, le dije. La película, financiada por Moratti, la produciríamos Herrera y yo. (...)
'La Regenta'
En la década de los setenta no hice ninguna obra de arte, pero sí realicé alguna película, escribí algún libro y un guión en Hollywood, mientras Franco seguía agonizando incluso después de muerto y la democracia echaba a andar incluso antes de nacida. En 1974, cuando estaba escribiendo Doble Dos, dirigí una adaptación de La Regenta. Una gran novela y un melodramático guión. Para los trabajos de montaje tuve que instalarme en Madrid. En el hotel Richmond de la llamada plaza de los Delfines. Allí vi por última vez a Orson Welles, con el cigarro apagado entre los dedos y dormido bajo la lluvia. No me atreví a despertarle. El ciudadano Kane y Falstaff compartían el mismo trono. Una desvencijada silla de hierro forjado en un patio a la intemperie. Pero no el mismo sueño. Kane veía alejarse para siempre, por la pendiente nevada, el trineo de su infancia. Falstaff comprobaba consternado cómo un barril de ron rodaba vacío, tropezando con las nubes, cielo abajo. La descomunal figura desmoronada de Welles adquiría, a mis ojos, las dimensiones de toda una época del cine que nos había hecho parecer más grandes y mejores de lo que realmente éramos, incitándonos a ver las películas como obras de arte y la belleza como una forma de enaltecer el mundo. La movida posmoderna y la recuperación del culebrón dieron al traste con nuestras pretensiones. En aquella misma plaza, al otro lado, en una pequeña sala, un jovencito apellidado Almodóvar me mostró sus primeros cortometrajes en superocho. Ese muchacho, genial y desinhibido, estaba llamado a obtener el éxito más apabullante que jamás director español alguno, incluido el mítico Buñuel, habría osado soñar. Yo, por mi parte, rehuía modas y grupos, y evitaba ambientes cinematográficos. Seguía mi camino. En Canet-Plage y en la cola de un cine, otro joven me abordó para manifestar su entusiasmo por mis libros y filmes, y reprocharme, decepcionado, que hubiera hecho La Regenta. Según él, traicionaba mis derroteros personales. Tenía toda la razón. Y sigue teniendo razón. Se llama Fernando Trueba, y es el hombre más radicalmente razonable que he conocido. No tardaría en convertirse en un importante director de cine y en uno de mis más queridos y admirados amigos. No sólo por su muy razonable intransigencia, sino por todo lo demás. Y por Cristina. La mujer que, personal y profesionalmente, contribuyó desde los inicios al éxito que continúan compartiendo. Son un caso similar a Mary Carmen y Paco Lobo, otros excepcionales amigos que Madrid nos deparó. Sin olvidar a Alberto Corazón, con el que tanto he lucubrado sobre el arte, el diseño y la vida creyendo dilucidar ocultos sentidos. O la familia Altarejos, que rastreó conmigo los más ignotos recovecos del diccionario en busca de palabras perdidas.
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