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A PIE DE PÁGINA

Domingo entre Limoges y Beira Alta

Debe de haber pocas cosas más melancólicas en la vida que una mañana de domingo en un hotel de Limoges, en febrero, viendo caer la nieve. Enciendo el televisor para inventarme una compañía y ni una paloma en la plaza. Un hombre a lo lejos, con gorra. Las campanas de una iglesia que no sé dónde queda. Puse el letrero de no molestar del lado de fuera de la puerta y he empezado a comer los aperitivos del frigorífico, cosas pequeñitas, saladas, a medio camino entre la galleta y el cacahuete. La nieve se amontona sobre los coches aparcados.

Me da la impresión, en estas ciudades de provincia, de que el tiempo anda hacia atrás, hoy es domingo, mañana será sábado. El tren llegó con varias horas de retraso por culpa de la nieve: me quedé no sé dónde entre pinos espectrales, bajo una claridad de crepúsculo que sólo he encontrado, hasta ahora, en las fotografías antiguas o, mejor dicho, en los ojos de los señores uniformados de las fotografías antiguas, encarándome desde los marcos sin simpatía ni disgusto. ¿Qué pensarán ellos? ¿Qué piensan los difuntos de los álbumes? ¿Qué hacen, Dios mío, desde que están allí? En el frigorífico botellitas pequeñas, coloridas, en un cuadro en la pared mujeres con zuecos, una cabaña, cedros. ¿O hayas? Aquí, hace tiempo, al presentarme en París a un alto funcionario, de esos con la cruz de la Legión de Honor en la solapa, el alto funcionario que pensaba que yo era español, me dijo con simpatía

¿Qué piensan los difuntos de los álbumes? ¿Qué hacen, Dios mío, desde que están allí?

-Portugués, qué gracioso, mi asistenta es portuguesa

desdoblándose como un acordeón con una de sus sonrisas habituales. Le respondí naturalmente

-A usted no se le daría mal trabajar de mayordomo

y sin que yo entendiese bien por qué, disminuyó su simpatía y la señora que lo acompañaba se crispó tragándose la dentadura. Las campanas de Limoges no dejan de sonar, convocando a la misa a los altos funcionarios. Las asistentas portuguesas se quedan en casa sacándole brillo a las medallas de sus amos. Mañana será sábado, pasado mañana viernes y estaré desembarcando en Orly

-Ya he tocado esto mañana

declaró Charlie Parker interrumpiendo de repente una grabación, disgustado. El hombre con gorra desapareció entre dos edificios. Tal vez hay palomas del color de la nieve en la plaza y no llego a distinguirlas. Ya he tocado esto mañana: lo entiendo tan bien. En Orly nieva igualmente y la sensación de estar dentro de un pisapapeles de plástico que se pone cabeza abajo y al ponerlo derecho un revoloteo de virutitas blancas caen sobre un Papá Noel con sus renos: en una de ésas me lleva del aeropuerto a la ciudad, haciendo tintinear cascabeles festivos. ¿Por qué será que todas las personas me parecen pájaros aquí, mirándome de lado con un solo ojo? De pronto desaparecen de las terrazas de los cafés, a la una, con una rapidez de gorriones, con el periódico doblado bajo el ala. Hay una pequeña taberna en la calle Vermeau donde me gusta comer, atento a las apuestas de las carreras de caballos. La comida no vale un comino, que la parta un rayo, pero me cae bien la dueña enorme en la barra echando a los borrachos a codazos. La hija, igual que ella en versión reducida, ha heredado la autoridad desabrida de su madre y, en medio de las dos, el marido y padre

("marido y padre de una ternura y dedicación inigualables, toda su vida fue un auténtico sacrificio, olvidándose de sí mismo por pensar sólo en los demás", se leía en la estampa con marco ovalado de cuando mi abuelo murió)

y, en medio de las dos, el marido y padre, minúsculo, indefenso, lanzándonos, cuando la dueña se distraía, mudas solicitudes de auxilio. Mi abuelo de la estampa se murió cuando yo tenía doce años. Nunca le oí una sola palabra. Tampoco llegué a experimentar su ternura y dedicación inigualables, pero puede ser que a un niño le cueste darse cuenta de tan vehementes cualidades. Para mí era un caballero silencioso, ocupado en descifrar el Diário de Notícias que llegaba a Nelas con el correo del mediodía. Allí estaba él, en el balcón, engolfado en los artículos, con la sierra de la Estrela azulándose al fondo. Lo que más recuerdo de esa época es el aroma de las uvas. De los castaños. Del sonido de las ruedas de los carros de bueyes en la vendimia. Discúlpeme por no haber comprendido que toda su vida fue un auténtico sacrificio, abuelo. A mí me daba la impresión de que estaba siempre agobiado: debía de ser el peso del sacrificio, supongo, el peso de pensar en los demás que el pillastre que fui aprovechaba para tirar piedras a las castañas. ¿Alguna vez supo del placer que da comer castañas verdes? ¿Observar, a escondidas, la ducha de la cocinera? ¿Del corazón que latía con fuerza cuando el jabón se caía en la tina y ella se agachaba para recogerlo? ¿De la ternura y dedicación inigualables que el cuerpo de la cocinera encendía en mi cuerpo? Francamente, explíqueme, ¿son las campanas de Limoges o las campanas de Nelas las que oigo ahora? ¿Sabe mi nombre? Me llamo António, señor. Soy el hijo de su hija en una ciudad de provincias, viendo caer la nieve, con una exaltación en mí como antes de un beso, sólo que no hay nadie que lo reciba salvo, tal vez, las primas que acompañaban a los señores uniformados de las fotografías antiguas: se me ocurre que no les habría disgustado una castaña verde y junto a ellas habría sentido lo que sentía aspirando los frascos de perfume vacíos: una especie de vértigo feliz y el crecer de un deseo confuso mezclado con un estornudo: debe de ser eso lo que suelen llamar amor.

Traducción de Mario Merlino.

FERNANDO VICENTE

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