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Columna
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El copón

Los caballeros medievales buscaban y buscaban el Grial, la copa que creían había utilizado Jesús en la última cena y/o en la que José de Arimatea había recogido la sangre que brotaba de las heridas de Cristo en la cruz. Buscaban y buscaban ese santo recipiente, pero no lo encontraban. Tanto lo buscaban y tan poco se les aparecía que el Grial se ha convertido en símbolo de una búsqueda que se cumple sin resolverse; o dicho de otro modo, en búsqueda que revela su auténtico sentido en el interior de sí misma, como proceso y no como resultado. Se ha intentado explicar de muchas maneras por qué el Grial era siempre un acto fallido. Me interesa especialmente la versión que dice que esos caballeros medievales no conseguían hallarlo porque lo buscaban mal, y esto, porque no se lo representaban como es debido. Nublados por su devoción, confundían el fondo con la forma de la grandeza de Dios, imaginando así que el Grial era una copa espléndida, adornada, rica, refulgente. Un copón. No caían en la cuenta de que el auténtico vaso tenía que encontrase entre los más humildes y sencillos.

Es la atención prestada a la muerte de Juan Pablo II la que me ha hecho pensar en el Grial siempre perdido. El hecho de que un Papa sea enterrado con semejante estruendo pertenece, a mi juicio, al campo de las interpretaciones erróneas y de los sentidos echados a perder. Tiendo a pensar que, del mismo modo que por lógica realista y simbólica la primera copa tenía que ser la más sencilla, el funeral de un Papa debería ser lo más sobrio posible, lo más cercano posible al del más humilde de los seres humanos. La distancia colosal que ha separado esa muerte de cualquiera de las otras muertes que se han producido al mismo tiempo, el abismo así abierto entre ese hombre y el resto de los hombres expresan una contradicción flagrante y esencial con el mensaje del Cristianismo. Entre otras razones, porque mientras Juan Pablo II era observado, llorado, retratado, recordado al milímetro, alabado, entronizado después de haber muerto de muerte natural, morían en el mundo miles y miles de personas del modo más antinatural imaginable (hambres, sida, violencias con remedio) sin que los medios -y los fines- de comunicación les hicieran ni caso.

(Y ya que estamos en periodo postelectoral y sin problema de tiempo para analizar los resultados, diré también que parecida contradicción con la esencia de la democracia representativa encuentro en el abismo de atención que la vida pública en general y las campañas en particular abren entre políticos y ciudadanos. Miles de flases, bolígrafos, micrófonos acompañan, siguen y persiguen cada una de las frases, gestos, ocurrencias calculadas de los candidatos. Los aplausos y/o los ecos siempre están al cabo de la calle. Llegan y son el centro. Semejante tratamiento puede ser alimento de egolatrías; o puede alentar, y a menudo alienta, la sensación en la clase política de constituir un grupo aparte, un cuerpo aventajadamente glorioso de la sociedad).

Habemus no un nuevo Papa sino como un Papa prolongado, como un estiramiento de la interpretación doctrinal y social del anterior. Tanta continuidad explícita deja pensar en un pontificado sin novedad en los frentes que aún siguen inexplicablemente abiertos en el siglo XXI. En un pontificado de transición, es decir, de preparación al gran cambio que la Iglesia católica tendrá que protagonizar, tarde o temprano, si no quiere morir de inanición (de fe, confianza y subsidios). El cambio que -más temprano que tarde, si atendemos a la edad y al delicado estado de salud de Benedicto XVI- tendrá que llevarla a ajustar su noción de derechos individuales con la que ya es moneda corriente en la sociedad: igualdad de las mujeres o de los homosexuales, por ejemplo. Y a traducir la teoría cristiana del amor al prójimo en una práctica colosal e inequívocamente volcada en los más desfavorecidos de la tierra. Como quien dice, transformar el copón en un sencillo Grial, auténtico.

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