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Terrorismos diferentes, víctimas distintas

La ciudadanía no pasa por sus mejores momentos. Revestidos de una conciencia impecable, son muchos los que se ahorran cualquier reflexión política que choque con las proclamas de su comentarista de cabecera o las consignas de su partido. Los hombres públicos tampoco suelen escapar a esta regla perezosa. Sucede, por ejemplo, cada vez que se confunde lo que es diferente, y a mi entender en una muy grave confusión incurrieron hace poco con gran solemnidad nuestros representantes políticos. Fue en el manifiesto que conmemoraba el primer aniversario de los atentados del 11 de marzo en Madrid: "El Congreso de los Diputados expresa su profunda convicción de que, ante el terrorismo, todas las víctimas son iguales, son seres inocentes a los que un destino fatal convierte en objeto de actos criminales e injustificables". Mal se empieza si un crimen premeditado puede ser a la vez producto de la fatalidad, pero vamos a dejarlo. Es verdad: todas esas víctimas son inocentes del crimen injustificable que han padecido. Todas merecen por ello la misma compasión y solidaridad de sus conciudadanos; deben recibir un cuidado parejo por parte del Estado. Pero no son víctimas política y moralmente iguales, sino muy distintas.

Las víctimas del terrorismo islamista y del nacionalista vasco son iguales tan sólo si se las mira y compara como puras víctimas de la bestialidad humana. En su simple condición de muertos o heridos, de seres dolientes y humillados, apenas revelan peculiaridades entre sí. También serán seguramente equiparables si adoptamos como vara de medir el dolor de sus familiares o el pesar que causan a los amigos respectivos. Pero ahí acaba su semejanza y comienzan las disparidades: exactamente donde hace su entrada el juicio sobre la causa política a la que fueron sacrificados. Es un juicio del que se evaden nuestros diputados cuando cumplen con la formularia reprobación de "la barbarie terrorista, cualquiera que sea su origen"; porque las diferencias entre las víctimas arrancan de la diferencia misma entre los terrorismos que las victimaron. Se equivocan, pues, al decir que "sólo así podremos hacer justicia con ellos", con las víctimas, pues esa indistinción consagra más bien una gruesa injusticia. No es la injusticia de que el Estado las desatienda u olvide, sino esa otra mucho más honda de que, al meterlas en el mismo saco, pasemos nosotros por alto la diversa responsabilidad que nos toca ante unas y otras.

La falsa igualación de ambas clases de víctimas nace, por de pronto, de subrayar sobre todo los medios -y no tanto sus fines- del terrorismo que las destrozó. Tan abyectos son los atentados contra las vidas humanas, que las presuntas justificaciones que invocan y los objetivos que con ello se persigue parecen lo de menos. Lo genéricamente criminal oculta lo específicamente político y el problema queda reducido a la represión a cargo de la policía y a las sentencias de los jueces. Como si fuera irrelevante deliberar en público de los fines terroristas y sus premisas ideológicas, políticos y ciudadanos se concentran en la condena de sus medios. No es lo que más vale contra el terrorismo, pero sí lo más cómodo. Entre otras penosas consecuencias, nos impide condenarlo por partida doble: por la segura maldad de los medios y por la probable ilegitimidad de los fines. Pero, sobre todo, así se pierde de vista la diferencia entre los distintos terrorismos y sus víctimas respectivas.

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Ya sabemos que el terrorismo islamista es de inspiración religiosa, alcance internacional y recursos más brutales, mientras el nuestro revela un carácter más secular, se limita al espacio local y se muestra más moderado en su trayectoria criminal. Pero el caso es que el primero asesina por metas y conforme a justificaciones que en general no entendemos y hasta despreciamos como fundamentalistas. El segundo, en cambio, propone sus objetivos como un derecho irrenunciable y bastantes todavía los consideran nada menos que democráticos. Así se explica que el terror internacional puede concitar la unidad de casi todos en su contra, mientras que el instalado en Euskadi ha sido capaz de quebrar una sociedad y enfrentar a sus habitantes para alguna generación. La cruzada islamista se hace en nombre de Alá, pero la ofensiva etarra se lanza en nombre de unos derechos presuntos de la comunidad vasca y con vistas a su secesión política. De modo que, si las víctimas del terrorismo local parecen en cierto sentido más "nuestras", no es porque sus asesinos hayan contado con el consentimiento general. Nos atañen más porque fueron gentes próximas, y no lejanas, quienes las hicieron víctimas y por nuestro bien. Nos conciernen más de cerca en la medida en que el proyecto político por el que cayeron se sigue defendiendo hoy abiertamente entre nosotros. Claro que los deudos de todas las víctimas sufrirán para siempre su ausencia. Pero es probable que los unos revivan su desgracia sobre todo en alguna nueva ocasión mortífera, mientras que a los otros se les abrirán sus heridas -además- cada vez que ciertos partidos vascos exhiban su plan secesionista y amparen a quienes están dispuestos a lograr ese objetivo a cualquier precio.

Otra injusta manera de equipararlas se produce al pregonar que todas son víctimas de un terrorismo indiscriminado. Pues lo que sin duda se aplica al internacional no le conviene a nuestro terrorismo local, que en líneas generales adopta más bien un carácter selectivo. Premeditado o no, el malentendido trae graves consecuencias.

Que el terrorismo islamista sea indiscriminado significa que cada cual es en potencia una de sus víctimas indistintas y aleatorias, que nadie puede asegurarse la suficiente inmunidad frente a su amenaza. A sus ojos todos somos culpables, ya sea por el pecado de pertenecer al club de los países ricos o ser sujetos de regímenes democráticos; o, sencillamente, por infieles. Como se ha escrito, no es lo que hacemos lo que nos sitúa en su punto de mira, sino lo que somos. De ahí que, ante un crimen que cada uno podría experimentar en carne propia, todos nos sintamos con razón inocentes. No es menos cierto que ese núcleo terrorista constituye un cuerpo extraño en nuestro entorno social. Al carecer del menor soporte en la población autóctona, entre tales criminales y el resto de los ciudadanos hay un corte, un vacío. La unanimidad en su repulsa y en acudir al so-corro de la víctima resulta por eso más fácil. Pero es tal la impotencia en que este terrorismo imprevisible nos deja, que parece difícil esperar del individuo común el coraje de plantarle cara. De ahí que confiemos a la violencia legítima del Estado y a la cooperación entre Estados la tarea de depararnos la máxima seguridad posible.

Al contrario, que el terrorismo etarra sea cada vez más selectivo quiere decir que no todos estamos destinados por igual a ser sus blancos, que unos lo son con mayor probabilidad que otros. En el tren de Atocha podría haber viajado casi cualquiera, pero hace tiempo que en Euskadi las papeletas de víctima no se distribuyen al azar. No es verdad, pues, que "ETA mata cuando puede, donde puede y a quien puede". Además de por ciertas razones profesionales (policías o jueces) y político-representativas (concejales o diputados), en ese grupo de riesgo se ingresa voluntariamente cuando la conciencia ciudadana empuja a unos pocos a enfrentarse a ese mal público. Así las cosas, y lo mismo que algunos arriesgan, muchos otros se esfuerzan en evitar el menor riesgo. Al margen de que tal vez pudieran salpicarnos efectos colaterales, frente a este terrorismo local quien más, quien menos sabe cómo negociar su tranquilidad. Basta con la fingida o abierta asunción de las premisas y tópicos del adversario, con gestos visibles de acción u omisión, con silencios elocuentes en los momentos debidos. ¿Hará falta añadir que los primeros destinatarios de tales gestos, quienes toman nota de nuestra conducta y mayor temor nos producen, no son los componentes del comando armado, sino otros muchos próximos a los terroristas... y a nosotros?

Y es que ahí reside una diferencia clave del terrorismo que nos cae más a mano: que cuenta con arraigo y consentimiento entre la población; que dispone de cómplices entre nosotros. Entre los terroristas y la gente se extiende ahora un terreno densamente poblado. El terrorismo tiene sus voceros políticos y sus vínculos asociativos de toda índole. Hasta el mismísimo Gobierno vasco recurrió la ilegalización de sus seguidores, desobedeció la orden judicial de disolver su grupo parlamentario, les concede cuantiosas subvenciones, se beneficia de sus votos y ahora mismo protesta por la exclusión de la plataforma electoral bajo la que se disfrazan... Ése es el nutrido apoyo que impide a nuestro terrorismo comportarse de un modo ciego; si esa "honrada" militancia ha de quedar a salvo, su terror tendrá que discriminar e ir por barrios.

Por todo eso, y en contraste con la especie anterior, aquí hay más lugar a la valentía o cobardía ciudadanas. Ya no vale decir que para la banda terrorista culpables somos todos, porque a la vista está que ella distingue entre sus amigos y sus enemigos. Ni tampoco vale por el otro lado proclamar una inocencia universal ante este terrorismo. En lo que atañe a sus medios, unos señalan al terror sus dianas y otros pasan a encarnarlas. Están también los que, sin llegar a tanto, comparten los afanes de los terroristas en bastante mayor medida que (mejor dicho: contra) los de los partidos democráticos. Y están, no se olvide, los cómplices de los cómplices. Pues bien, en tan perversa situación estas víctimas no lo son únicamente de los terroristas, sino también de sus cómplices; no se sienten tan sólo agredidas por los armados y sus auxiliares, sino, además, condenadas o abandonadas a su suerte por tantos que lo consienten...

¿Se comprende, entonces, por qué las víctimas de los diferentes terrorismos son diferentes? No por ser víctimas en grados distintos, o las de allá más inocentes que las de acá o tener diversos derechos a nuestra atención. Lo son porque, siendo nosotros más responsables de una clase de víctimas que de otras, ellas nos interpelan asimismo de modo distinto. A ver cómo les hacemos la justicia que cada una de ellas reclama.

Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.

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