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GOLF | Masters de Augusta

Los relojeros de los campeones

Detrás de cada jugador grande hay un cerebro que controla el funcionamiento de sus engranajes

Carlos Arribas

Tiger Woods, el renacido, ha deslumbrado a la concurrencia con su famoso swing de plano controlado, un monumento a la simetría, cortesía de su nuevo maestro, un tejano llamado Hank Haney.

La contribución al golf de Phil Mickelson este año, como el anterior, ha sido su técnica de usar hierros más largos de los necesarios en sus golpes a green para evitar el backspin, el efecto de retroceso impepinable con los palos más cortos y angulados, cortesía de sus maestros de swing, Rick Smith, y de juego corto, Dave Pelz, que le copiaron la idea al Woods de sus años dorados.

Vijay Singh aporta su elasticidad felina, de pantera, en un swing natural y controlado junto a una tranquilidad de espíritu descorazonadora para quien quiere hacerle sufrir. La habilidad natural se la debe a sus padres y abuelos, fiyianos de origen indio, que le dejaron sus genes, su estatura, su flexibilidad. La actitud mental, y la técnica que la acompaña, es trabajo de su maestro, de Farid Quedra, un argelino residente en Suecia a quien conoció en Nigeria cuando era un paria perdido en el circuito africano.

Detrás de cada cabeza pensante, de cada jugador de los grandes, controlando el funcionamiento de sus engranajes, ajustándolos y vigilándolos, hay un relojero de prestigio. Su protagonismo ha aumentado sin cesar en los últimos años y han llegado a suplantar incluso el cerebro de quien actúa convirtiendo a los jugadores en mero brazo ejecutor. O eso es lo que se podría pensar leyendo en las revistas especializadas los méritos de cada uno de los que, honor supremo, han sido bautizados como los gurús del golf. De hecho, repercusión similar a la que pudo tener en la prensa rosa, digamos, la separación del príncipe Carlos y lady Di en su tiempo, tuvo hace casi tres años el sonado divorcio de Woods y su profesor de toda la vida, el famoso Butch Harmon, que le enseñó desde juvenil todo lo que sabía.

Woods es una esponja que absorbe todo lo nuevo que le pueda aportar su círculo de ayudantes. Una vez estrujada su sabiduría, ya secos de conocimientos nuevos, los colaboradores de Woods desaparecen del mapa. No son necesarios. A ese punto de no retorno llegó Harmon en junio de 2002. Woods acababa de ganar el Open de Estados Unidos, su octavo título grande, y despidió a Harmon, de quien hacía tiempo que no le llegaba nada nuevo. Harmon, quien años antes también había fabricado el swing de Greg Norman, soltó una maldición, predijo que Woods se perdería en su jardín y que nunca volvería a ganar un grande, agarró al jovenzuelo australiano Adam Scott y sobre su larga figura construyó un replicante, en blanco, de Woods. Éste, en efecto, pasó un par de años perdido, autoajustando sus tuercas con nulo éxito, hasta que la primavera pasada dio con Haney, un maestro de perfil bajo que lo primero que le pidió fue discreción, un amigo de su amigo Mark O'Meara, con quien, doce meses después, ha recuperado su pasado esplendor y el gusto de la victoria.

"Cogí a Norman y, cuando llegó a número uno, me despidió", dice Harmon, quien también trabaja esporádicamente con José María Olazábal; "lo mismo me sucedió con Woods. Es la lógica del sistema. Así funciona". Esta afirmación, por supuesto, no vale para Farid Quedra, quien tomó a Singh bajo su manto hace 18 años y lo llevó hasta la cima. Y Singh aún no lo ha despedido. Quizás porque Farid no sea un relojero cualquiera. No trabaja sólo en la mecánica del golpe, sino también en la cabeza, en el sistema nervioso que lo dirige. "Ni unas piernas solas pueden andar sin cabeza ni, claro, una cabeza sola puede andar sin piernas", dice Farid; "así es la vida, así es el golf".

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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