Psicosis
Camino del aeropuerto de El Prat, en el taxi de un chófer que hacía rimas, tuve la idea de fingir una llamada por móvil para evitarme la cháchara poética que el taxista, con un ánimo que iba exaltándose a medida que avanzábamos por la ronda, soltaba sin asomo de piedad, disparos sin mucho fondo pero con una metralla de consideración en sus sonidos terminales. "Vaya troche y moche llevamos con el coche, y eso que no es de noche", me había dicho a manera de saludo, y yo hubiera tenido que esperar otro taxi, pero llevaba prisa, así que tuve que meterme media ronda de diarrea en rima, hasta que vino una especialmente insostenible y yo decidí fingir una llamada por móvil: "Fino pino aquel de mi destino", dijo cuando pasábamos, sin vislumbrar ningún destino, junto a una palmera, "lo conmino a no mezclar el tocino con el vino". Así dijo, y lo sé bien porque lo apunté unos minutos más tarde, y mientras intentaba extraer el móvil, que no entiendo por qué había metido en la maleta, el taxista me salió con la historia de que era el cumpleaños de su sobrina y estaba pensando obsequiarla con una rima hecha a medida. No le respondí, porque no había manera de responder a eso sin llegar a las manos, y porque ya empezaba a fingir mi llamada y a mirar con preocupación una avería que con los forcejeos había provocadeo en la cremallera de la maleta. La llamada falsa funcionó, pero a cambio arruiné la maleta y tuve que bajarme en el aeropuerto abrazándola para no ir dejando una estela de efectos personales, un empeño inútil pues cuando me dirigía al mostrador de la línea aérea me alcanzó un policía con el cable del móvil en una mano y un calcetín verde en la otra. "¿Son suyos?", preguntó mirando con preocupación el abrazo que daba a la maleta. Mi primera idea había sido solicitar una cuerda o una cinta adhesiva de gran potencia en el mostrador, pero luego pensé que sería mejor envolver la maleta en pliegos de plástico transparente como hacen algunos, la verdad no se con qué objetivo, en unos insondables puestos que hay en todos los aeropuertos. Pero al ver mi calcetín verde en manos del policía, pensé que lo decente era comprar otra maleta. Y así lo hice, y con la ligereza que suele dar la ingenuidad, me arrodillé en el suelo de la tienda a pasar el contenido de la maleta rota a la nueva, y después coloqué las dos en un carrito. Mientras hacía cola en el mostrador oí ese aviso, que se dice en muchas lenguas, que advierte de que no se deje el equipaje desatendido porque cualquier maleta sin dueño puede ser considerada una amenaza, advertencia que es rigurosamente cierta porque hacía un mes, en el aeropuerto de París, había visto asombrado como un escuadrón de policía había cubierto una maleta desatendida con una campana metálica y la había hecho estallar.
Una maleta inservible en un aeropuerto, donde un objeto sin dueño es una bomba potencial, te lleva a una situación difícil de sortear
Llegué al mostrador con el carrito donde venían, como dije, la maleta nueva y la rota, sin calcular que estaba quedando atrapado en una complicación muy difícil de sortear y también tremendamente contemporánea. Documenté la maleta nueva y pregunté al encargado si podía dejar allí la maleta inservible, y dije esto señalando un cubo enorme de basura que tenía ahí, a medio metro de distancia. Me respondió que no, que las maletas sin dueño en los aeropuertos son bombas potenciales que atraen a la policía y que no deseaba meterse en un lío. Inmediatamente después, para mantener la debida distancia frente a ese lío por venir, me advirtió de que no podía ni siquiera sugerirme qué podía hacer yo con esa maleta y después, como punto final, preguntó poniendo sus ojos más allá de mí: "¿Quién sigue?". Entonces me eché a caminar por el aeropuerto buscando un sitio donde abandonar mi bomba potencial. Encontré un basurero amplio, parcialmente oculto detrás de una columna, que me pareció el sitio perfecto para deshacerme de aquella complicación, pero la estaba colocando encima cuando se acercó un guardia, salido de no sé dónde, a decirme que si tenía pensado dejar aquello allí. Le dije que no, atemorizado por la imagen de mí mismo prisionero en una celda para terroristas. Luego intenté dejarla en un rincón, pero cuando me alejaba vi que la gente de alrededor, al percatarse de aquella bomba abandonada, caminaba más aprisa o de plano, como hizo un señor de portafolio con tipo de viajero frecuente, se echaba a correr; así que regresé por mi maleta rota y me alejé de allí, y oteando el horizonte, con creciente nerviosismo porque la hora de embarcar se aproximaba, vi a lo lejos una mujer que llevaba dos cubos de basura en un carrito, era rubia y silbaba mientras barría despaciosamente el piso. Al ver que me aproximaba con mi bomba bajo el brazo, se escondió con carrito y todo tras una puerta a la que, no estoy exagerando, echó la llave. Durante media hora traté de abandonar mi maleta en distintos sitios con resultados similares: guardias molestos, estampidas de pánico, señores solícitos que salían del baño para decirme: "Perdone, ha olvidado su maleta". Finalmente me senté en un bar provocando otra estampida, porque a esas alturas era ya un hombre peligroso buscando un sitio para colocar su bomba; pedí ginebra, puse la maleta debajo de mi silla, encendí un cigarro, miré al techo y esperé, con paciencia y algo de miedo, el momento de la explosión.
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