Multiplicador del índice
Aunque la renta variable es la inversión más rentable a largo plazo, la misma incorpora, como el calificativo de "variable" indica, elevadas dosis de riesgo en cuanto a fluctuación de las rentabilidades en el tiempo. A modo de apoyo de dicha afirmación, con series históricas largas (medio siglo), la renta variable ha generado una rentabilidad acumulada que excede en más de un 5% anual a la obtenida por inversiones sin riesgo (tipos de interés a corto plazo). Esa favorable rentabilidad a largo no es sino la retribución, en términos de prima de riesgo, por soportar las oscilaciones típicas de la renta variable, y que se han traducido en rangos de rentabilidad anuales entre 60% positivo y 40% negativo.
De ahí que la literatura financiera haya dedicado grandes esfuerzos, a lo largo del último medio siglo, a modelizar la relación entre rentabilidad esperada y riesgo. Bajo el supuesto de aversión al riesgo por parte de los inversores (el conocido refrán de "más vale pájaro en mano que ciento volando"), la teoría financiera ha desarrollado modelos de valoración de acciones en los que la rentabilidad esperada guarda una relación directa con el riesgo implícito en cada acción. Bien, pues es precisamente la definición de la más apropiada medida de riesgo lo que ha atraído más esfuerzo investigador, tanto teórico como empírico. De dichos trabajos son los relacionados con el denominado Modelo de Valoración de Activos de Capital, más conocido por sus siglas inglesas (CAPM), que ha hecho merecedores del Premio Nobel a varios de sus proponentes, los que continúan acogiendo más adeptos.
Una pieza clave en dicho modelo de valoración es el denominado coeficiente beta de las acciones. Dicho coeficiente es un parámetro estadístico (coeficiente de regresión) que relaciona los movimientos de los precios de un título con los del mercado en conjunto, medidos estos últimos por la evolución de los índices más representativos. Es decir, que si un título tiene un beta igual a uno se mueve, en general, lo mismo que el índice; si tiene un beta superior a uno, la acción oscila más que el mercado; y en una acción con beta inferior a uno dichas oscilaciones se matizan. A los títulos con beta mayor a uno se les denomina cíclicos o agresivos, y a los de beta inferior a uno, defensivos. El caso extremo sería el de una acción con valor negativo de su coeficiente beta, lo que indicaría un título anticíclico, que se mueve a contracorriente con el mercado.
Aparte de la sencillez de dicho indicador beta, frente a medidas más complejas de medición de riesgo, como varianza, desviación típica, etcétera, la virtualidad del mismo radica en que, bajo determinadas hipótesis (inversores que diversifican eficientemente sus carteras; comportamiento histórico de las rentabilidades con distribución "normal", etcétera), es el único factor de riesgo que debería ser objetivo de atención por parte de los inversores. En la medida en que los mismos pueden diversificar sus inversiones entre un elevado número de acciones, no es relevante el riesgo específico de cada una de éstas; sólo el riesgo vinculado a movimientos del mercado es relevante. De ahí que al coeficiente beta se le conoce también como el riesgo sistemático, o no diversificable, y por tanto el único relevante a efectos de demandar una "prima por riesgo" en términos de rentabilidad esperada.
Con dicho modelo de valoración, la rentabilidad esperada al invertir en un título sería igual al interés sin riesgo, más el coeficiente beta del título multiplicado por la prima por riesgo. La magnitud de esta última es también altamente volátil, e históricamente estaría en un rango entre el 3% y el 5%.
En todo caso, y pese a esos elementos de incertidumbre y a anomalías empíricas más o menos intensas en los modelos de valoración vinculados a beta, lo cierto es que éste continúa siendo el parámetro de riesgo más utilizado por la comunidad inversora.
Ángel Berges es catedrático de la UAM y socio de Analistas Financieros Internacionales.
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