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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Hagiografías de Marcel Proust

El mercado editorial parece haberse vuelto loco, de repente aparecen dos biografías de Proust (1871-1922), mientras carecemos todavía de la traducción completa de su obra maestra, En busca del tiempo perdido (1913-1927), título fundamental en la historia de las letras universales, pero donde se discute aquí todavía entre las dos versiones en curso que compiten aún por sustituir a la clásica y ya imperfecta de Pedro Salinas y otros (pues nuevas versiones las han corregido), entablada desde hace años por Mauro Armiño, en Valdemar, y por Carlos Manzano, en Lumen, que parece ser la que va ganando la batalla, aunque no se han completado todavía ninguna de las dos, de acuerdo con la edición definitiva, tema en el que no se han puesto de acuerdo ni siquiera los franceses mismos. Ni aun con la segunda de La Pléiade de Jean-Yves Tadié, de 1987-1988, lo han conseguido, pues siguen soltando fragmentos sueltos todavía con la mayor inestable seriedad (nuevas correspondencias que ya van corrigiendo los 21 gruesos tomos que Philip Kolb completó antes de morir en 1993, y véanse aún los cuatro Carnets que ha lanzado Gallimard en 2002), con lo que no es extraño que entre nosotros estemos todavía con estos pelos y la casa sin barrer. De hecho, ninguna edición completa ha sustituido a la primitiva y ya superada que inició antes de la guerra don Pedro Salinas, sucedido por José María Quiroga Pla y Fernando Gutiérrez ya en la posguerra y que completó en España Consuelo Berges y en Argentina Marcelo Menasché, que con todos sus defectos siguen conservando su evidente encanto.

Pues bien, ahora dos editoriales nuevas acaban de lanzar con evidente retraso sendas biografías ya antiguas y semiconocidas -una al menos- entre nosotros. Se trata en primer lugar de una vieja reedición de un doble clásico, la biografía que André Maurois le dedicó en 1948 y que al año siguiente se tradujo entre nosotros, en la colección Austral (Espasa Calpe), cuya traducción consta en esta nueva de manera anónima como siendo de la editorial sin más, el colmo. Y en el segundo caso, que es lo verdaderamente nuevo, se trata de un viejo testimonio recogido por un buen periodista y director editorial de las ya tardías declaraciones de la última criada de Proust, Céleste Albaret (Monsieur Proust, 1973), que desde su aparición ha gozado de una buena reputación en la bibiografía proustiana, pese a no haber obtenido todavía -hasta ahora- la debida atención entre nosotros. Se trata de un testimonio conmovedor que la Albaret realizó a los ochenta años, más de cuarenta después de haberlo vivido, y que a pesar de la evidente calidad de su escritura -que es de Georges Belmont- respira la espontaneidad y evidente sinceridad de aquella joven campesina que entró al servicio de Proust por haberse casado con uno de sus chóferes y taxistas favoritos, Odilon Albaret.

Fue gracias a Odilon Albaret

como su reciente esposa, Céleste, entró en 1913 al servicio de Proust, como recadera(coursière o chica de los recados), pero enseguida amo y servidora conectaron bien, en circunstancias bastante complicadas, cuando se acababa de publicar el primer volumen de la serie (en la editorial Grasset, pero pagado por el autor) que quedaría interrumpida al año siguiente con el estallido de la Gran Guerra, pues las muertes casi seguidas de sus padres habían liberado o desinhibido en su escritura torrencial y le habían complicado en su situación personal y en la relación con sus servidores habituales. Proust era un joven enfermo, asmático casi desde niño, muy sociable y arribista, pero solitario y aislado al final, huérfano bien provisto de fortuna y muy maniático en sus costumbres, pero la joven Céleste se adaptó muy bien a sus manías, a sus extraños horarios y costumbres, y no solamente lo soportó -además de la separación de su esposo, de servicio en el frente- sino que se convirtió verdaderamente en su gobernanta, enclaustrándose con él en sus últimos domicilios como "chica para todo" y verdadera secretaria espiritual y material, durante los ocho años finales de su vida, que al parecer fueron los decisivos, para dar el empujón final a su obra maestra. En efecto, interrumpida la publicación de En busca del tiempo perdido tras el primer volumen, pues Grasset había cerrado provisionalmente sus actividades, Gallimard maniobró astutamente para volver a la carga -había rechazado la publicación del primer tomo por un error de Gide- en vista de que la obra parecía ser muy importante, lo que le dio tiempo, con toda una guerra por delante, a reformar minuciosamente el segundo grueso volumen que completaba aquella primera parte, y al que al parecer ya había puesto la palabra "fin", pero que llegaría a multiplicarse para convertirse en seis grandes partes más.

Proust murió pronto, en 1922, no sin haber obtenido después de la guerra el Premio Goncourt en 1919 por el segundo volumen, A la sombra de las muchachas en flor, ya publicado por Gallimard, que compró todos los derechos enteros de la serie, pero continuó corrigiendo y ampliando su enorme manuscrito hasta su fallecimiento. Tuvo tiempo de corregir las pruebas de El mundo de los Guermantes y la mitad del siguiente, Sodoma y Gomorra, pero fueron su editor y sus herederos los que se hicieron cargo de la publicación póstuma de los tres volúmenes y medio que completaron -sin poder hacerlo del todo como hemos visto, pues siguen las peleas entre textos diversos, filólogos y expertos- esta metástasis artística genial. Céleste fue la testigo privilegiada de esta etapa final, y aunque guardó silencio hasta los ochenta años, al final, con una espontaneidad, naturalidad y evidente sinceridad dio su testimonio final a Georges Belmont, para corregir también algunos errores que menudearon en torno a la figura de su célebre amo que ya no estaba presente para desmentirlo. Los Albaret terminaron comprando un pequeño hotel en la calle de Canettes, al lado de la plaza de Saint-Sulpice, que pude conocer después, cuando Odilon enfermó, se jubiló y murió, como lo hizo su propia esposa tras retirarse al campo. Pero aquí ha quedado su testimonio, emocionante de respeto, que constituye una "leyenda dorada" o auténtica hagiografía de su querido dueño y maestro, donde sin ocultar sus zonas de sombra (sobre todo en su homosexualidad y costumbres sadoeróticas) nunca aclara nada, sino que lo hace a favor, lo salva entero. No es un testimonio en contra y ni siquiera crítico, pero es siempre favorable en medio de todo, aunque emocionante y respetuoso de antemano. (Y por cierto, ¿por qué en una edición tan cuidada -y tardía- han suprimido diez páginas con cinco cartas de Proust a las que alude Céleste Albaret en su texto?).

También la biografía de An

dré Maurois (1885-1967), que fue asimismo narrador, anglicista (se hizo célebre durante la guerra con Los silencios del coronel Bramble y Las paradojas del doctor O'Grady), gran biógrafo (autor de libros sobre Shelley, Disraeli, Byron, Voltaire y Balzac, muy difundidos entre nosotros) y llegó a académico al final, conoció a Proust de refilón, fue amigo de sus familiares y amigos. Era de familia judía alsaciana (como la familia materna de Proust) y se convirtió en un maestro de la biografía europea, heredero de la moda de los Zweig, Ludwig, Belloc y Chesterton, que culminó con ésta de Marcel Proust de 1948 que ya manejó con su habitual maestría. También tuvo en su mano mucho material inédito, documentos en poder de la sobrina, Suzanne Mante-Proust, o de la amiga de infancia del escritor, Jeanne Pouquet. Todo lo cual enriquece este libro, que es el primero en el tiempo de la larga serie de grandes biografías proustianas, aunque luego serían superadas por las de George D. Painter, Ghislaine de Diesbach y Jean-Yves Tadié, que por cierto es la última y que sigue inédita entre nosotros hasta hoy. Pero la avalancha continúa.

Marcel Proust visto por Tullio Pericoli.
Marcel Proust visto por Tullio Pericoli.

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