Enero o junio, ¿cuándo es más fácil marcar goles de falta?
SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. Un campo de prisioneros aliados en la Alemania nazi... El mayor Karl von Steiner, forofo del fútbol, reta al capitán inglés John Colby a un duelo balompédico en el que dirimirán sus diferencias. Por una parte, los imponentes soldados-jugadores, de raza aria: disciplinados y bien alimentados; por otra, un batiburrillo de viejas glorias pertenecientes a un amplio espectro de países, cuyo objetivo, al margen de la épica gesta deportiva, no es otro que el de fugarse del campo... de concentración. Los actores Michael Caine (en el papel de Colby), Max von Sydow (Von Steiner) y Sylvester Stallone, entre otros, comparten cartel con futbolistas de la talla de Pelé, Bobby Moore y Osvaldo Ardiles en este curioso filme, Evasión o victoria (Victory, 1981), dirigido por John Huston.
Sin que sirva de precedente, esta semana nos centraremos en algunos detalles curiosos de ese genuino deporte nacional, verdadero pan y circo del mundo contemporáneo: el fútbol. Muchas actividades deportivas involucran fenómenos físicos poco conocidos. Los deportes con balón o pelota (del fútbol al baloncesto, pasando por el béisbol) se rigen por las leyes de desplazamiento de un sólido (el balón) en el seno de un fluido (el aire, el agua...).
Así sucede con el denominado efecto Magnus. Imaginemos un sólido, como un cilindro o una esfera, dotado de rotación: al desplazarlo en el seno de un fluido, su propia rotación origina una asimetría en el flujo de fluido circundante, lo que da como resultado una fuerza neta (empuje) perpendicular a la trayectoria del móvil.
Este efecto, descubierto originariamente por el químico y físico Heinrich G. Magnus (1802-1870) para el caso de cilindros en rotación, tiene una gran repercusión en la práctica del fútbol (por lo menos, para aquellos que abogan por la técnica en lugar de la patada a la tibia): al desplazar un balón (en la ejecución de una falta directa, por ejemplo), resulta a veces interesante darle un marcado efecto, mediante el cual el esférico curva su trayectoria hacia un lado. Para ello, basta con patear el balón en la periferia (por ejemplo, en el lado izquierdo), obteniendo un desplazamiento hacia el lado opuesto al de contacto (esto es, el derecho).
De la misma manera, resulta más fácil marcar un gol de falta directa o de saque de esquina en invierno que en verano (claro está, al margen de que las competiciones deportivas suelan hacer un receso en el periodo estival). Puede demostrarse que el efecto o curvatura en la trayectoria de un balón debida al efecto Magnus es, por unidad de longitud, proporcional a la circulación (rotación del sólido), a la velocidad de desplazamiento del esférico, así como a la densidad del fluido por el que aquél se desplaza.
En invierno, junto al rigor de las bajas temperaturas, el aire presenta una mayor densidad que en verano, circunstancia que favorece dicho efecto. Ya saben: enero es un mes más propicio para los goles de falta o de córner directos que, pongamos, junio. Como comentan los físicos J. Aguilar y F. Senent en su imprescindible libro Cuestiones de física (1990), idénticas circunstancias favorecen el juego de baloncesto en ciudades con poca altitud respecto al nivel del mar, dado que a una mayor presión atmosférica le acompaña también una mayor densidad y, por ende, mayor efecto Magnus.
Pero no acaban aquí los usos del efecto Magnus: algunos diseños de aeronaves, basados en el mismo, utilizan cilindros en rotación con el objetivo de generar una fuerza ascensional suficiente para equilibrar su propio peso. Se trata del mismo principio que, salvando las distancias y bajo determinadas condiciones específicas de diseño, permitiría la sustentación de objetos tipo platillo volante en rotación (pero su improbable existencia o, mejor aún, su dudoso origen extraterrestre, son harina de otro costal). Sin olvidar tampoco los sorprendentes diseños debidos al ingeniero aeronáutico Anton Flettner que, en la década de 1920, construyó diversos prototipos de navíos con uno o más cilindros en rotación en lugar de mástiles y velas.
El último de estos proyectos pioneros, el Buckau, era capaz de desplazar 550 toneladas mediante rotores de 3 metros de diámetro y 16 metros de altura que giraban a un ritmo de 100 revoluciones por minuto. Aunque con tales prototipos llegó a cruzarse el Atlántico, la disponibilidad de intensos flujos de viento requeridos para su correcto funcionamiento relegaron el proyecto al olvido. Eso, y la por entonces abundancia de combustibles fósiles...
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