70 céntimos
Puede parecer increíble, pero así es: la Unión Europea (UE) dedica -desde las arcas comunitarias de Bruselas- la ridícula cantidad anual de 34 millones de euros a la cultura, en virtud de las disposiciones del vigente programa Cultura 2000, originalmente aprobado para cinco años, pero extendido ahora hasta el 2007; lo que supone un ínfimo 0,03% del presupuesto de la Unión. Para hacernos una idea, una cantidad inferior en diez millones de euros al del Teatro Real de Madrid.
Claro que los Estados miembros, desde sus propios presupuestos nacionales, destinan fondos a la cultura. Pero aquí nos estamos refieriendo a la posibilidad de que la Unión, como un todo, articule su propia política cultural con vocación y coherencia unitaria -que por algo se llama Unión y no, simplemente, Comunidad, como hace algunos años-.
El proyecto de Constitución, actualmente sometido a un laborioso proceso de referenda nacionales, contiene una serie de artículos que -en esencia- aspiran a estimular la cooperación cultural y la movilidad de artistas y bienes culturales, para reducir el enorme desconocimiento que existe, recíprocamente, entre los distintos ciudadanos y pueblos de la UE.
Mover artistas -sobre todo jovenes- y bienes culturales -sobre todo innovadores- utilizando mecanismos similares a los del Programa Erasmus sería, entre otras muchas, una de las funciones que la Unión, como tal, podría asumir. El éxito de Erasmus es una de las joyas de la corona bruselense. Si yo fuera un joven universitario, votaría sí a la Constitución por el mero hecho de que Europa fuera capaz -y ha demostrado que lo es- de proporcionarme instrumentos de ese tipo.
Otras acciones podrían orientarse a la conservación y protección del patrimonio cultural de importancia europea, a la cooperación con terceros países desde una óptica global de la UE y a la asunción de un papel preponderante de la Unión -una vez más, con visión unitaria- en organismos internacionales necesitados de oxígeno, como la Unesco.
El proyecto de nueva Constitución habla incluso -a diferencia de textos anteriores- de la posibilidad de que se promulgue una ley marco en materia cultural. Pero, aun así, poco podrá hacerse si el presupuesto se mantiene en esa parquedad. Porque, con 34 millones de euros, repartidos entre 456 millones de ciudadanos, tocamos a siete céntimos anuales por cabeza. Totalmente ridículo.
Recientemente, la European Cultural Foundation ha lanzado la idea de que, al menos, se multiplique por diez esa cantidad. Multiplicar por diez puede parecer mucho. Pero en este caso se trata, simplemente, de que pasemos de siete a setenta céntimos.
Los valientes promotores de esa idea la han elevado a los ministros de Cultura de la Unión, lo que -pese a la aparente coherencia de la acción- quizá no sea lo más apropiado. Porque quienes realmente disponen de los dineros en Bruselas, como en todas partes del mundo, son los ministros de Finanzas. Y sabido es que no hay nada peor que tener una excelente idea, pero errar en la estrategia para su desarrollo, especialmente en los intrincados corredores de la Rue de la Loi.
Un ejemplo: cuando España ingresó en las entonces Comunidades Europeas, en 1986, una de las primeras tensiones -sobradamente anunciada- la constituyó el debate sobre las corridas de toros en el Parlamento Europeo. La primera reacción fue discutir la cuestión en la Comisión de Cultura. Incluso el eurodiputado Xavier Rubert de Ventós había preparado para la ocasión una tesis en la que, tras argumentar un cúmulo de razones favorables a la fiesta, acababa señalando que las corridas venían -por vía mitológica- de los dioses, y que cuando los humanos nos mezclamos en asuntos divinos salimos, casi siempre, escaldados. Una inteligente finta del entonces secretario de Estado para las Comunidades Europeas -el hoy vicepresidente del Gobierno, Pedro Solbes- hizo que el asunto, en vez de a la Comisión de Cultura, se llevara a la de Agricultura, donde el argumento -cambiando de tercio- se hizo más inteligible a la mentalidad comunitaria: si se suprimen las corridas de toros -se dijo- deflactamos totalmente un importante sector de nuestra economía agrícola, que cuenta con 1.100 ganaderías y un amplísimo número de empleos conexos. ¿Qué prefieren ustedes, el sacrificio semanal de equis animales o 25.000 parados más en la calle? La respuesta fue obvia y ahí están todavía las corridas, aunque la oposición se haya transferido -años después- a otras instancias más cercanas.
Por ello, pasar la pelota a los ministros más poderosos -sin limitarse a dejarla en el alero de los de Cultura, siempre voluntariosos, pero con menor capacidad de maniobra- tiene su sentido, si se hace utilizando argumentos que aquéllos puedan no sólo comprender, sino avalar. No porque los ministros de Finanzas no entiendan de música, ballet o pintura, que no es -quisiera creer y de algunos me consta- el caso; sino porque su prioridad es, fundamentalmente, la rentabilidad de todo gasto, de la que tienen que responder religiosamente ante el ciudadano.
Para ello hay que esforzarse en explicar -tanto a los ministros como a los votantes- que la cultura no es un mero bien suntuario, un intangible para divinos de salón o para el disfrute de la ciudadanía en los fines de semana.
Y que, aparte de generar un volumen económico que, en los países industrializados, se sitúa entre el 4% y 5% del producto interior bruto, la cultura tiene otros retornos de altísimo interés para la comunidad.
Uno de ellos es su capacidad integradora, en un mundo que, pese a su globalidad, exhibe cada vez una diversidad más deslumbrante. Si la integración, a través de extirpar asperezas diferenciales con el sutil bisturí de la cultura, significa estabilidad, estaremos operando ya con un término de hondo calado para el desarrollo de una economía sana.
Por otra parte, facilitar a través de la cultura el diálogo entre civilizaciones -entre sociedades civiles, usando de un método tan práctico, como el que los anglosajones denominan people-to-people- significa reducir la siempre grave sima del desentendimiento, de los clichés periclitados, de las penosas deformaciones histórico-sociológicas. Y minimizar esas distancias supone -en términos estrictamente financieros- un abaratamiento en los costes de inversión de toda operación planteada en otro ámbito civilizacional.
Incluso hoy, parece más claro que nunca que, en sus parámetros civilizacionales, la cultura está sensiblemente ligada a consideraciones de seguridad. La reciente iniciativa expuesta en la Asamblea General de la ONU por el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, sobre la Alianza de Civilizaciones, tiene tras de sí un total componente de seguridad. No le voy a pedir -al menos por el momento- a la OTAN que promueva programas culturales. Pero algo más debiera hacer la Unión Europea que destinar a tal propósito la vergonzante cantidad de siete céntimos de euro por ciudadano y año. Y que, para tranquilidad de los financieros, ese dinero -en virtud de las razones antedichas- se entendiera más como una inversión que como un gasto.
Maurice Schumann, artífice del Tratado de Roma, con el que se inició la fascinante aventura de la Unión, al final de sus días solía despacharse con una boutade al decir que, de volver a empezar la construcción europea, lo haría por la cultura. Seguro que no hubiera funcionado. La Unión comenzó por donde debía: por reconciliar a dos seculares enemigos, Francia y Alemania, con base en algo tan aparentemente inocente como poner en común sus producciones de carbón y acero. Y así se anduvo el camino.
Pero ahora sí que es el momento de la cultura. Cuando la Unión crece. Cuando se regenera con la nueva savia que aportarán los Estados miembros neófitos; ávidos muchos de ellos, tras décadas de dramáticos despropósitos políticos, de compartir aquellos valores sempiternos sobre los que Europa se ha ido construyendo. Cuando se desprende de su imagen -tan interesadamente publicitada por los EE UU- de fortaleza, derruyendo muros de todo tipo, incluso los mentales, que son los más peligrosos de todos. Cuando -como tantas otras veces lo ha hecho en su historia- se abre a las migraciones más diversas, que revitalizarán el crisol cultural que ha sido uno de sus signos de identidad más relevantes.
Y si, de verdad, pensamos que la cultura puede ayudar a la calidad de esa construcción, facilitando una mejor existencia -incluso más segura- a los ciudadanos de la Unión, algún dinero habrá que dedicar a ello. Al menos, por cada ciudadano, una vez al año, el precio de un café expreso servido en la barra: setenta céntimos de euro.
¿Qué menos?
Delfín Colomé es diplomático, ex director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation (Singapur).
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