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Columna
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Romántico

He aquí una de las más románticas historias de amor que la vida real puede proporcionar: la larga, adúltera y bastante casposa relación entre el príncipe Charles y su Camila. Sin embargo, la mayoría de la gente suele escoger a Diana como prototipo romántico, porque era guapa y porque partía de un papel convencional, la casada jovencita a la que engañan. Sobre este estereotipo, el personal inventó todo tipo de virtudes con las que adornarla, sin tener en cuenta que, según todos los indicios, la princesa de Gales era una neurótica insufrible y una egocéntrica de libro. Además de una inculta monumental, pero eso parece que lo son casi todos en esa monarquía. Escribo todo esto y sé que llegará la carta de algún lector furibundo en defensa de Diana (siempre que la he criticado ha sucedido así); y es que hay un romanticismo, al que llamaremos absolutista, que necesita crear mitos impecables a los que aferrarse, como si, fuera de esa completa e inhumana perfección, la belleza resultara inalcanzable.

Pero sucede que la vida real es justamente lo contrario de lo perfecto. La vida real se parece mucho más a Camila y al orejudo Charles, dos feos innegables llenos de contradicciones y miserias. Él es un personaje metepatas, un conservador vetusto de precarias luces y un tanto cobardica, o eso se diría de su propensión a dejarse mangonear y de esa doble y nada noble vida que siempre ha llevado. En cuanto a ella, dicen que no es Einstein. Y, sin embargo, alguna modesta pero sólida sabiduría debe de tener, un saber que no se puede medir en las pruebas de inteligencia pero que le ha permitido mantener el amor del príncipe durante treinta años. Una inmensa proeza. Y, para mayor dosis de realismo, hela ahí sin operarse, sin estirarse los pellejos de la cara, con los senos descolgados hasta la cintura, asumiendo su envejecimiento con aplomo olímpico. Vaya temple que tiene esta Camila. Ya ven, yo les veo así, feos, antipáticos y mentirosos, pero construyendo una bonita historia de perseverancia afectiva, y casi me conmueven. Para mí ésa es la verdadera belleza de la vida: un chispazo de luz y de grandeza entre la polvorienta mezquindad de las cosas. O, lo que es lo mismo: que un par de papanatas sepan amarse.

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