Entre lo escaso y lo superfluo
En la bizantina cuestión de los universales, el poeta mexicano Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1946) habría llegado a la solución que defendiera Abelardo: que no hay atributo, predicado, género ni adjetivo alguno fuera de la cosa que califican, que no hay otro universal posible que el encarnado, ni hay apelativo más allá del sujeto que lo realiza. Y en el terreno de lo morfológico, no hay palabra exenta, hay palabra "dicha siempre de algo".
Por eso sus poemas son textos -él prefiere denominarlos así, según una humilde condición de tejido- con una encarnadura en la tierra: poemas deícticos que llaman una realidad de la que no se despegan, ni alegóricos ni herméticos, sino escritos en la belleza de la voz pronunciada y de su enunciación directa. No se trata, en su caso, de restablecer el simbolismo pesado de los usos poéticos en la antigua retórica, pero tampoco de apelar a la capacidad referencial del mensaje. Nada hay externo al poema y nada en el poema en sí, salvo su mismo producirse que, en manos de Hernández -autor de títulos como Las gastadas palabras de siempre o Imán para fantasmas y premio Villaurrutia en 1944 por Moneda de tres caras-, es elevado a cierta condición de icono, de emblema limpio, forma expuesta que dice ya con su propio exponerse, imagen pura en pie.
PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS
Francisco Hernández
Pre-Textos. Valencia, 2004
124 páginas. 15 euros
Por tanto, el libro último,
bautizado Palabras más, palabras menos, de este poeta raro, exquisito y no habitual, que procede de la publicidad y la propaganda -es decir, de la lengua en su dimensión performativa e inmediata-, se coloca dentro de la larga tradición que investiga e inquiere los lazos tendidos entre el mundo y el nombre. Al pesar la tensión que soportan, el puente que les une o la escisión que los enemista, la gestión escritural se vuelve nítidamente lingüística: la poesía tiene su lugar impecable en el idioma y juega un papel decisivo en la cuestión del lenguaje, en el proceso abierto de su validez y de su conveniencia. De acuerdo con el título del libro y de su parte central -la más hermosa-, la función del poeta es cuántica, ya que ha de medir la palabra que le falta -incluso ontológicamente- o, lo que es igual, aquella que sobra, aquella que excede nuestra experiencia apelativa de lo real. Entre la palabra de más y la palabra de menos, se sitúa el poema, entre eso que no dijimos y eso que contamos larga, excesivamente, frente a la tarea ajustada y medida -tarea poética- que debería ser la designación de las cosas. Ambos comportamientos son uno solo: excedente o defecto, la enumeración prolija o el aticismo lacónico, únicamente insisten en la fractura que nos separa de la tierra.
La poesía, al contrario, opera en difícil equilibrio entre lo superfluo -el adorno- y lo escaso -la carencia-, entre el parloteo y el silencio. Y al ser una con su objeto, la poesía no abunda ni redunda, funciona de una manera también objetual, como una "deixis". Llega a ser el índice con que, en presencia de su motivo, procede a señalarlo para cumplir con la tarea demostrativa de lo existente: "esto es", viene a decir un poema de Hernández, "esto está aquí y está de este modo".
El último texto que cierra el conjunto lo aclara con una metáfora epistémica y necesaria en esta obra perfecta, rigurosa: la escritura poética se parece a desprender "lascas de una piedra de sol", un ejercicio físico, preciso, matemático de justicia y asombro, una medición de fuerzas y vectores, trabajo exacto frente a "la tentación mayor de tanta prosa -palabra más, palabra menos-".
Por eso, volviendo al anti-
cuado problema nominalista que interesara a Abelardo, pareciera que Hernández se hubiese decidido a estudiarlo desde la materia alojadora de sentido y de significantes universales, desde la cosa, que resuelve el problema con su solo existir, y no desde el concepto enredado que lo ausculta. Puro canto real, este libro entona las palabras y el nombre de los seres como si trajera aquí los seres mismos. El poema habla del mundo en sus minucias y encarnaciones y es, con eso, el mundo. La poesía se pone materialmente a la obra: una poesía que se escribe con modestia, con las manos manchadas en la masa, con el empeño de resignificar lo vivo y de repoblarlo en el gesto fecundo de decirlo.
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