Matrimonios a la inglesa
Para algunos intérpretes de Ana Karenina, la novela de Tolstói es fundamentalmente un alegato contra todo lo inglés: el ferrocarril (que trastorna el espacio y el tiempo y mata a la protagonista), la literatura inglesa (cuyas fantasías amorosas envenenan sin remedio a la sensata Ana) y las costumbres anglosajonas, como la de usar diminutivos poco rusos (Kety, por ejemplo). No es que Tolstói defendiese el afrancesamiento tradicional de la burguesía y la aristocracia rusas de su tiempo, sino que temía que Rusia pasase de una aculturación francesa, que le parecía inmoral pero con restos de humanidad, a una asimilación de la cultura británica, que además de inmoral le parecía inhumana.
CUENTOS DE AMOR VICTORIANOS
Varios autores
Alba. Barcelona, 2004
450 páginas. 26,50 euros
En esta colección de cuentos victorianos pueden observarse varios ejemplos de lo que daba tanto miedo a Tolstói, si es que los intérpretes de Ana Karenina no van desencaminados. Baste como botón de muestra el cuento titulado Por fin se hace justicia, de Elizabeth Gaskell, en donde el protagonista es chantajeado por los errores que cometió su padre en vida -la inmoralidad del cristianismo reformista, para el que la culpa se hereda-, y encima tiene que aguantar el oprobio social cuando la gente descubre quién fue su padre -la inhumanidad del puritanismo-. Lo cierto es que para ser cuentos de amor, algunos de ellos, como ¿Quien mató a Zebedee?, de Wilkie Collins, o La puerta del señor de Malétroit, de Robert Louis Stevenson, están más próximos al relato gótico de la época, a La caída de la casa Usher o al Doctor Jekyll y Mr. Hyde, que al modelo amoroso de Richardson o de Jane Austen.
En este sentido los cuentos dicen mucho de la estructura del deseo en el Imperio Británico, del mecanismo por el que al mismo tiempo que se constituía un objeto de deseo, éste se mantenía a distancia para que pudiera seguir cumpliendo la función para la que había sido instituido: conservar abierta la falla que lo separaba de la gratificación. El objeto de deseo era el matrimonio por amor, y la gratificación no se producía casi nunca. La lista de patologías derivadas de esta estructura resulta florida. De ahí que hablar de amor victoriano en cierto modo equivalga a hablar de sadismo, melancolía, terror y, por encima de todo, del matrimonio como contrato social, si es que éste puede considerarse una enfermedad.
Casi todos los cuentos, desde
la burla que hace Dickens de las falsas ilusiones en El auxiliar de la parroquia hasta el retrato de una narcisista imposible de satisfacer en El corazón de la señorita Winchelsea, de H. G. Wells, plantean las necesidades afectivas y cómo se zanjan por medio del matrimonio. Aquí hay casamientos para todos los gustos: desiguales (El veto del hijo, de Thomas Hardy), imposibles (La esfinge sin secreto, de Oscar Wilde), matrimonios por compasión (Amy Foster, de Joseph Conrad), por agradecimiento (La cueva de Malachi, de Anthony Trollope) y matrimonios por casualidad (El matrimonio del brigadier, de Conan Doyle).
De estos casamientos llama la atención el de La mujer de Dennis Haggarty, en donde Thackeray satiriza el encuentro de un masoquista con la sádica de su corazón. Los dos disfrutan de sus síntomas, que diría Zezek, hasta que al final ella le abandona. Thackeray advierte a los lectores contra el matrimonio, pero después canta su palinodia con la siguiente pregunta: "¿Cuántas esposas tuvo el rey Salomón, el más sabio de los hombres? ¿Y no es su vida una advertencia de que el Amor es dueño de los más sabios? Sólo los necios lo desafían". Como Thackeray no aclara cuál es este "buen amor" que no conviene desafiar (no será el del masoquista, digo yo), les recomiendo el libro y que cada cual, como recuerda el Arcipreste, use el entendimiento que Dios le ha dado.
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