La guerra de Lantañón County
Gerardo Vera tiene un plan. Un plan casi regeneracionista: un Valle-Inclán por temporada. Composición vitamínica: rubíes molidos, orujazo, pelo de tormenta, Lunar Caustic, aceite de hígado de Kraken, esencia de mandrágora y un buen baño de kif. La primera píldora del frasco se sirve, por supuesto, en el María Guerrero: Cara de plata. La primera, cronológicamente, de la trilogía, y la última comedia bárbara que compuso Valle, en 1923. No la recuerdo "suelta", o sea, fuera de las revisiones más o menos íntegras de Plaza, Lavelli, Bieito. Tengo el recuerdo adolescente de un montaje de Loperena no muy distinguido, con Vicente Parra y Luis Prendes, en 1969 sería, en el Moratín, y luego en el Beatriz; no sé si hubo más. Bieito, con la compañía del Abbey Theater, en Edimburgo, vinculó el mundo galaico con el irlandés; Ramón Simó ha recosido en el CDN sus hechuras de protowestern. El telón de fondo de Cara de plata es, ciertamente, el tema eterno de tantas cintas del Oeste: la guerra entre rancheros y trashumantes, el vallado de los pastos libres, el origen de los latifundios. Aquí no es exactamente eso sino un feudalismo rabioso, más basado en el orgullo que en el cálculo, pero la atmósfera es la misma. Don Juan Manuel de Montenegro, en la mano un fuero a su favor, niega el paso por sus tierras de Lantañón; chalanes y feriantes, en la estela de la revuelta de los hirmandiños del siglo XV, se unen contra él y buscan el apoyo de la iglesia. Un western, pues, aderezado con esencias españolísimas: sacrilegio, demonología, donjuanismo trágico, mucho vino, mucho estupro. En plano general es La pradera sin ley, en primer plano es Con él llegó el escándalo, con Montenegro/Robert Mitchum y Cara de Plata/George Hamilton, para entendernos: el padre patrón que se las ha tirado a todas y el hijo que está en ello, enfrentados por una dama joven. El tercero en discordia es puro Jason Robards: el abad de Lantañón, borracho, pendenciero y jugador, recomido de lujuria, que no duda en vender su alma al mismísimo diablo. La escenografía de Christoph Schübiger, un despeñadero de antracita, se diría un homenaje a Duelo en Diablo; el vestuario de María Araujo, con esas largas gabardinas de piel de res, casi un guiño a Los vividores; en ese mismo palo juegan las luces de oro viejo y acetileno, a lo Monty Walsh, de Quico Gutiérrez.
A propósito de Cara de plata, de Valle-Inclán, en el teatro María Guerrero de Madrid
Ramón Simó es un director fundamentalmente claro, poco amigo de teóricas y barullos posmodernos, que rara vez pierde de vista las líneas de fuerza de un texto: "En un solo día", escribe en el programa, "Cara de Plata defenderá a su padre, verá cómo se hunde su amor por Sabelita, conocerá un amor distinto con Pichona y se enfrentará definitivamente a Don Juan Manuel. En un solo día, el abad luchará por mantener su poder, entregará su alma al diablo, y perderá a su sobrina Sabelita. En un solo día, Don Juan Manuel verá colmado su amor, perderá a su hijo, mantendrá su poder y desafiará a dios afirmando su soledad heroica frente al mundo". Simó atrapa muy bien la esencia cinemática de Valle, es decir, su deuda con Shakespeare, el mejor cineasta de todos los tiempos: multiplicidad de espacios, vertiginosa alternancia de tonos y retratos al minuto, extrema velocidad expositiva. Al principio hay un griterío excesivo en las escenas corales, que pronto alcanzan un equilibrio casi pictórico en la feria de Viana y la posterior partida en la taberna. Chete Lera (Montenegro) tiene autoridad y planta y dicción, y me temo que un pequeño problema: un aura excesiva de bellísima persona, cincelada en casi todos sus trabajos anteriores. En fin, que no parece el actor más indicado para decir al final "tengo miedo de ser el diablo". El rol exige malicia, peligro, olor a azufre, y su Montenegro es más gran danés ilustrado que lobo gallego. Cuestión de aura o cuestión de edad: quizá para encarnar a Montenegro haga falta el poso, la densidad vital de Bódalo, o la exhalación de golferío de un Ismael Merlo, que por desgracia nunca lo interpretó. En cambio, sí podría ser el Cara de Plata de Jesús Noguero un Montenegro joven, en su alquimia de chulería y tormento: una interpretación dichosa y convincente, muy en la línea de aquel Juanito Ventolera de Adolfo Fernández, a las órdenes de Gas. Otra buena elección actoral es el jupiterino Pepo Oliva (barba de limaduras de hierro, voz y ojos a juego) como el abad, secundado por un Blas de Míguez (Juan Codina) memorable, un fool garabático que parece pintado por Solana y brilla a grandísima altura en la escena de su falsa muerte. No están tan bien perfilados los otros grandes secundarios de este western apocalíptico. Fuso Negro (Enrique Fernández) tiene el trazo de los predicadores iluminados y greñudos de Sergio Leone, aunque le falta, para mi gusto, un toque Jodorowski, ese fulgor lisérgico que no estalla hasta su alucinado discurso de Diablo Cojuelo en los tejados de la venta de Ludovina; Eduardo Mayo construye, con cuatro réplicas (y un crucifijo empapado en vino) un estupendo Don Farruquiño, pero es muy joven para Don Galán, a no ser que se quiera insinuar un vínculo de sangre con el Caballero. Esta función esencialmente masculina guarda un rotundo póquer de reinas bajo la manga: Sabelita (Barbara Goenaga) dice y siente de maravilla, en una sorprendente conjunción de fuerza y delicadeza; Lucía Quintana, para mí una revelación, es una espléndida Pichona, sensual y apasionada, y sus escenas con Cara de Plata no pueden estar mejor resueltas. Imponente Doña Jeromita, la hermana del abad, que Susi Sánchez interpreta como una Lauren Bacall del XIX, y perfecta Maite Brik (Ludovina) en su breve papel, con un descomunal poderío en la voz, el gesto, los ojos como tizones. Puede haber desajustes, pero el reparto está muy bien elegido y conjuntado, y el texto llega y fluye como un torrente entre las peñas, un turbión de muchas aguas. Valle está ahí, restallante, vivísimo, haciéndonos desear una nueva dosis a las puertas de la farmacia.
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