Luz sobre luz abandonada
Todo empezó con una nómina de los grandes nombres de la fotografía. Volvamos la película hacia atrás para llegar a hoy. Fotográficamente México funciona de forma caótica pero con un sistema más preciso que el de los modelos europeos (por citar alguno, el francés o el alemán y en general el de todos los países que en su día estuvieron tras el muro) que enseñaron a registrar y editar imágenes a los norteamericanos (por ejemplo, a los de la revista Life y compañía). Todos emigraron de nuestra amada Europa y constituyeron la geometría, la estética y la técnica de la foto en un área geográfica que nada sabía de ello. Empezaron a finales del siglo XIX, lo continuaron en el XX y lo siguen haciendo en el XXI. Posiblemente en los periodos futuros lo seguirán haciendo. Entonces aquella tierra fue el Edén entre los periodos que mediaron las guerras. Crearon un sistema visual en el que el azar inventó un orden singular.
Los nombres propios de estos autores parten del modernismo poscolonial; lo tiene perfectamente estudiado David Craven. Desde aquí arrancan los más bellos registros de la cámara: desde Diego Rivera y el pensador marxista peruano José Carlos Mariátegui en un riguroso texto titulado Una nueva luz sobre una luz abandonada. Lo cual significa el matrimonio existente entre la pintura mural y la síntesis de la escueta fotografía heredera de ambos y específicamente del muralismo. Entre ellos destaca la obra de Graciela Iturbide que es la heredera de la estética del paisaje zapatista de Rivera junto al desarrollo pictórico desigual que eclécticamente supo mezclar.
Lo narra la producción litera-
ria de Erika Billeter en su obra de referencia Fotografía latinoamericana 1860-1993 y en su segunda parte prácticamente hasta nuestros días (editorial Lunwerg, España). Es un bello libro y un álbum pletórico de textos y fotografías; una suerte de biblia para quienes pretendan aproximarse a esta especialidad que abarca un territorio iconográfico y reflexivo traducido en una de las obras claves para interpretar la fotografía universal.
Y no olvidemos la visión histórica del archivo fotográfico de Agustín Víctor Casasola, una colección realizada entre los años 1900 y 1940 que se asoció con otro experto en este territorio, Pablo Ortiz Monasterio. Este último dedicado al siglo XIX y que centró su obra en la mirada y la memoria.
La mujer desarrolló un papel primordial en la fotografía de ese área, concretamente se sintetiza en la obra Juchitán de las mujeres, producida por Graciela Iturbide-Elena Poniatowska (ediciones Toledo). Allí está la denominada "foto condensada" que resume el peso específico de un ámbito geográfico y una atmósfera variopinta donde se integra lo humano en un correcto diálogo con la tierra, a lo que añade las creencias del más allá, el universo de la imaginación ligado a la instantánea de las miserias humanas. Sólo que vistas desde la óptica de quien prescinde de la crueldad de la denuncia y de la vehemencia, pero lo hace con un uso alternativo de la imagen. Todo esto envuelto en un escenario cruel con nombres y apellidos: un atlas estructurado por una cuenca, múltiples valles, una región fisiográfica ubicada en una cordillera neovolcánica y con la mezcla administrativa de todo un Distrito Federal lleno de paisajes y un paisanaje geométrico y determinante.
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