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Tribuna:PREMIOS DE CANAL SUR RADIO
Tribuna
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El público y la carretera

Durante el largo y hermoso viaje que supone recorrer los escasos 180 kilómetros que separan a Granada de Córdoba, da tiempo más que de sobra para componer el más bello de los discursos de agradecimiento. Acudo convocado por Jesús Vigorra para recoger el premio de música que se me había otorgado por mi último trabajo discográfico 60mp3, en la VI Edición de los Premios El Público, de Canal Sur Radio, en una gala con todos lo premiados en el Gran Teatro programada para las 20.30 horas.

Era el 19 de enero. La increíble luz del atardecer me pilló conjugando Paraules d'amor por la Ruta de los Califas, siguiendo la cansina marcha de un número nada despreciable de tractores, camiones, autobuses, furgonetas y demás bichos rodantes, en la que parecía haberse inspirado Paul McCarney para escribir The long and windig road. Esa carretera la hemos recorrido, los almohades y yo, muchas veces, y no se le nota la mano de Europa para nada.

Los músicos no tenemos la habilidad, ni la fuerza, para descerrajar un puente y usarlo de barricada

Hacía rato que habíamos dejado atrás el influjo mirífico del Cristo de Moclín, y mi cabeza empezaba a hilvanar el discurso de agradecimiento que mi corazón haría brotar por mis labios. En primer lugar, agradecería a Vigorra y al jurado el premio. Me hacía mucha ilusión la distinción a un disco que me había nacido maduro, independiente y blusero, en los tiempos del cólera musicae. Claro, ahí podía aprovechar la ocasión para animar a los barandas de la radiotelevisión pública andaluza, presentes en la entrega, a apostar por este tipo de programas, y apostatar de la búsqueda del éxito de audiencias a cualquier precio.

El sol caía naranja, y una luz absolutamente prodigiosa alargaba las sombras del Castillo de la Mota, que emergía sobre la mar verde e inmensa de los olivos, cabalgando sobre un alarde de casas que, desde la distancia parecían despeñarse. La nacional 432 serpenteaba por los montes de Sierra Martina, en dirección a Alcalá la Real, partida en su lomo de ida y vuelta, por una blanquísima línea continua imposible de franquear, apostados al final de la larga cola de una procesión de vehículos demasiado nuevos, y demasiado numerosos, para un camino diseñado hacía siglos.

Cabalgado por sentimientos contradictorios: la contemplación del paraíso y las prisas por abandonarlo. La cita era a tiro fijo. Seguía cavilando a quien dedicaría mi premio. Con Luis García Montero y con John Parsons, tenía un buen trozo de la tarta. Sin ellos, sin su maestría, pensé, éste disco hubiera sido imposible. Serán los terceros. Quizás, sería el momento de hablar, brevemente, del disco. Porqué 60mp3, cómo lo hicimos, cómo un tipo de 60 años se comunicaba con sus compañeros de aventura a través de Internet, desde una ciudad que no quería volver a abandonar, y de la que había salido con tres horas de margen para recorrer sólo un puñado de kilómetros. ¡Y a los músicos! Casi grité, sobresaltado por un adelantamiento un poco forzado, aunque legal, y al darme cuenta de la hora, y ver que faltaban 40 kilómetros para llegar a Baena. Por supuesto, a mis compañeros de éste trabajo les dedicaré la presa. En estos tiempos de reconversión musical por expolio, la parte más débil de la cadena, la industria de la cultura, con más cesantía que en astilleros, necesita saber lo imprescindibles que son, y han sido, para mi carrera y para mi vida. Los músicos no tenemos la habilidad, ni la fuerza, para descerrajar un puente y usarlo de barricada, pero si paráramos de tocar un día, sólo un día, el clamor de nuestro silencio sería insoportable.

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Anochece. Un cielo absolutamente bereber recorta en añil la silueta de Baena, donde hace un buen rato se han encendido las luces. The twilight, le llaman los ingleses a esta luz que, más que luz, parece un estado mental. La carretera atraviesa casi todos los pueblos de la ruta eternizando la marcha, y se adentra en el corazón de la villa de Baena a la hora en que, por aquí, por el sur, los viejos abandonan las plazas y se meten en los bares, como si ese fuese a terminar allí. El callejeo nos devuelve a la nueva presencia del campo, en el que ya ha caído la noche. Ahora se ven más kilómetros de rayas alternas y menos de la continua. Su pintura se vuelve brillante en la inaugurada oscuridad, y se suceden como en el cine. Tan brillantes como la estela de los aviones, que el hilo del ocaso aun deja ver en el contraluz del horizonte.

Estamos entrando en el valle del Guadalquivir. Atrás se quedan los montes y sus curvas peligrosas que tan bien han protegido las fronteras de sus reinos. Lanzados por unos adelantamientos sin riesgo, la senda se ha suavizado, recapitulo en mi discurso y pienso que lo que diga no puede ser un peñazo. Lo breve, ya se sabe, si breve... Se está haciendo peligrosamente tarde. Castro del Río y Espejo quedan atrás, perdido su indudable interés paisajístico e histórico, por mor de la ya impenetrable oscuridad de la noche. Cuando llegue al hotel, tendré que decirle adiós a la reparadora ducha, pensé. Me cambiaré y saldré escopetao para el teatro.

Mosqueado por el intenso tráfico de la hora punta cordobesa, con el coche atrapado en un atasco, descarto finalizar mis agradecimientos con una anécdota sobre mi madre, como colofón sentimental, o broma chulesca, aunque iría muy bien en esta ocasión ahora que soy sexagenario, porque entre los premiados hay gente, incluso, mayor que yo. Así que no puedo contar que cuando la llevé a ver a Antonio Machín, en una de sus últimas actuaciones en el Teatro Isabel la Católica de Granada, al terminar el espectáculo, agarrada de mi brazo mi madre me dijo: "Niño, ¿tu no te pondrás a cantar de viejo en un escenario? ¡Que dura es la vejez del artista!".

Llegué por los pelos. Me sentaron en mi sitio y la gala empezó cuando llegó la ministra de Cultura, que me entregaba el trofeo. Uff, todo bien. El espectáculo era brillante e inusualmente ágil para lo que son estas cosas. Los premios fueron cayendo cantados por Jesús Vigorra, y los premiados los recogimos con palabras emocionadas. Todos con gran soltura agradecieron, dedicaron y compartieron el galardón olvidándose, casi todos, cosa importante en estos eventos, de su parentela.

Fascinado por la magistral actuación de Matilde Coral y Chano Lobato, caí en la cama del hotel medio derrengado. Cansado y medio insomne por el acelerón que me da pisar un escenario, aunque sea de forma circunstancial, y por la tensión que se acumula en las carreteras secundarias, la imagen de Matilde y Chano volvía, persistente, a iniciar su impagable dialogo acerca de su mundo y de su arte, a pedirle a la Ministra de Cultura una "rentita per capita para los artistas mayores, que usted puede mucho", componiendo una pareja de cómicos universales que se ríen de las "duquitas", y de los fantasmas de los fantasmas, de los señoritos de las ventas de la Andalucía del pasado. Flamencos hasta la muerte. Y dignos. Sabiendo pedir por derecho.

Sonriendo entre sueños pensé en mi madre. Por lo visto, ahora no es tan dura la vejez, sino la carretera.

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