Con razón o sin ella
El autor sostiene que, aunque el rechazo
a la Constitución europea no sería un grave
perjuicio al proyecto europeo, su ratificación
es un paso para que los ciudadanos
de Europa puedan hacer oír su voz
en los asuntos del mundo.
La Constitución europea, sobre la que hemos sido llamados a pronunciarnos en una fecha próxima, puede suscitar en algún lector, por su longitud, anchura y quién sabe si profundidad, una reacción parecida a la de aquel joven ateneísta de Chipiona, que declaraba a Juan de Mairena parecerle Balzac un escritor tan insignificante, que ni siquiera lo había leído. Hasta la fecha, quienes solicitan nuestra adhesión procuran, con característica prudencia, no insistir demasiado en la excelencia del documento, y por ello han de basar su recomendación en argumentos un tanto accesorios, que no parece difícil refutar. No puede ser cierto, por ejemplo, que la Constitución europea vaya más lejos que la de algún Estado miembro en la definición y protección de los derechos y libertades de sus ciudadanos: ¿cómo iban a arriesgarse sus redactores a prescindir de la regla del máximo común denominador, y a ver rechazado su texto en ese Estado miembro? Tampoco es cierto que rechazar el documento en su versión actual pueda infligir un grave perjuicio al proyecto europeo; menos aún suponer su final, como se oye susurrar de vez en cuando, no se sabe si con tristeza o con alivio. Al contrario: si de verdad fuéramos los europeos incapaces de mejorar el texto propuesto; si esa Constitución europea para la que nos piden el sí fuera la medida exacta de lo que la Unión Europea sabe hacer, entonces valdría la pena desandar el camino y volver a la Europa de las patrias; sin temor alguno, dicho sea de paso, a que surgieran conflictos armados como los que estuvieron en el origen de la construcción europea; que ya ve el lector que no están los habituales protagonistas de esos conflictos con ánimos de volver a las andadas. En resumen: estamos empleando, en defensa de la actual versión de la Constitución europea, argumentos que pueden surtir el efecto contrario al deseado: alabando cualidades que no tiene por qué tener; y tratando de asustar con peligros en buena parte imaginarios, se corre el riesgo de ver cómo el respetable opta por devolver el texto a sus redactores. En mi opinión, eso es algo que hay que hacer lo posible por evitar, por una sencilla razón: no hay tiempo que perder para que, en los asuntos del mundo, los europeos podamos hacer oír nuestra voz, y la ratificación de la Constitución es un paso -posiblemente en sí superfluo- que nos acerca a ese objetivo; el rechazo, aunque quizá merecido, nos aleja de él.
China debe saber que para lograr el grado de prosperidad material hay más de un modelo
Europa debería volver a ser un proyecto que merezca nuestro interés
El gasto social en la Europa continental es el 26% del PIB; en EE UU, el 15%
Sitúese el lector por un momento en el extremo oriental de nuestro continente, en China. Desde allí se mira a Occidente: como otros, China ambiciona alcanzar el grado de prosperidad material de que disfrutamos; como otros, busca el camino que más le conviene para lograr su objetivo. Justamente por eso, es necesario que sepa que el camino no es único; que, como se dice, hay más de un modelo. Un ejemplo bastará para ilustrar esa diversidad: en un trabajo reciente, los profesores Alesina y Glaeser llaman la atención sobre las grandes diferencias que existen, entre Estados Unidos y Europa continental, en lo que se refiere a la forma de abordar la lucha contra la pobreza: asunto éste bien conocido, al que el trabajo tiene el gran mérito de aportar cifras (Fighting Poverty in the US and Europe: A World of Difference, Oxford, 2004). He aquí algunas: el gasto social en la Europa continental supone el 26% del PIB; en Estados Unidos, algo más de la mitad, el 15% (página19). Esta diferencia se debe, en gran parte, a opiniones distintas sobre las causas de la pobreza: por ejemplo, un 60% de los europeos creemos que la pobreza es una trampa de la que no se evade uno con facilidad; sólo un 29% de los norteamericanos piensan así; el 54% de los europeos creemos que los ingresos vienen determinados por la buena o mala suerte; sólo un 30% de los norteamericanos opinan lo mismo; por último, mientras un 60% de los norteamericanos creen que los pobres son unos gandules, sólo un 26% de los europeos somos del mismo parecer (página 184). Estas diferencias de opinión, por lo demás, se basan, no tanto en hechos -no es cierto que los norteamericanos trabajen más horas, en promedio, que los europeos; ni que la movilidad social sea mayor allí que aquí (página 197 y siguientes)- como en principios, valores, prejuicios o como quiera uno llamarlos. Se trata, pues, no tanto de economías o de sociedades distintas como de formas distintas de ver cosas bastante similares; desde China, ambas parecen legítimas, cada una con sus ventajas y sus inconvenientes, sus aciertos y sus errores. A China, como a otros países, le convendría oír esas distintas voces y elegir entre ellas, ya que no es ni mucho menos seguro que el camino seguido por Estados Unidos sea el que mejor responde a sus propias posibilidades. Este no es el único ejemplo: sin riesgo de simplificar en exceso, puede uno afirmar que, para abordar muchas de las grandes incógnitas que presenta el futuro de la economía y de la sociedad chinas, la experiencia europea es por lo menos tan valiosa como pueda serlo aquella otra, tan atractiva por muchos conceptos, pero a la vez tan singular, de Estados Unidos.
Pero, para ser realista, hay que admitir que de Occidente se escucha allí una sola voz, la de Estados Unidos. Europa es considerada -y admirada- a menudo como un modelo de cooperación pacífica entre Estados; como una fuente de riqueza cultural; como un destino turístico atractivo; no como un actor -o una actriz, si se prefiere- en el escenario del mundo. Ello se debe, seguramente, a que, en nuestros tiempos, para influir sobre el curso de los acontecimientos, las ideas requieren una voz que las manifieste: ha de expresarlas alguien, y, para ser visible, ese alguien ha de tener existencia política. No bastan los intercambios culturales, ni los diálogos económicos; tampoco sirven para eso las frecuentes visitas de dignatarios europeos, dirigidas ante todo a obtener contratos para las industrias de su país. El resto del mundo necesita de más voces, pero no tantas que cada una deje de oírse; esas voces pueden ser distintas sin ser discordantes; para ser oída, cada una debe ser sustentada por una entidad política de cierto peso. Por ello, el llamado concierto de las naciones no puede hoy estar a cargo de una orquesta con un centenar de intérpretes; pero podríamos encargárselo a un trío, o a un cuarteto; no tiene por qué ser un solo de trompeta. El que siga siéndolo o no depende de los europeos.
Es posible que ver las cosas desde el otro lado del mundo nos ayude en nuestro proyecto de construcción europea, en el que nos encallamos con demasiada facilidad. Estamos, naturalmente, lejos aún de sentir, hacia Europa, el "con razón o sin ella", versión española del my country, right or wrong inglés; la desconfianza hacia muchas de las iniciativas de la Comisión, refrendadas luego por los Consejos, está sin duda justificada; es cierto que, una vez más, parecemos abocados a tragar lo que nos proponen, aunque no nos acabe de gustar; el ciudadano europeo tiene motivos para estar un poco harto de dar pasos sin tener una idea exacta de a dónde conducen, y sin saber a cuáles de sus preocupaciones responden; a ver demasiada acción, a menudo irrelevante, con escasa reflexión. Todo eso es verdad; pero, si pensamos que está en juego algo más que nuestra propia conveniencia; si creemos tener alguna responsabilidad para con el resto del mundo -un mundo que, dicho sea de paso, Europa ha contribuido poderosamente a perturbar -, entonces quizá veamos las cosas de forma distinta a como lo hacemos hoy. Es posible que los déficit democráticos de que tanto se habla se nos aparezcan como exagerados, sobre todo si los comparamos con la práctica real, que nadie dudaría en calificar de democrática, en muchos de los Estados miembros; que las inevitables cesiones de soberanía pierdan en importancia; que no perdamos demasiado tiempo en disputarnos migajas; que, en una palabra, Europa vuelva a ser un proyecto que merezca nuestro interés; no ya para dejar de ser una amenaza para el resto del mundo -bien se ve que no lo somos- sino para convertirnos en una ayuda. Es esa perspectiva la que justifica, en mi opinión, que uno desee que ese trámite de la Constitución sea cumplido con el menor revuelo posible y pueda dar paso a otra cosa.
Alfredo Pastor es profesor del IESE y de la CEIBS de Shanghai.
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