Una pesadilla de Freud
El doctor Freud se queda adormilado en el sillón de su despacho en el exilio de Londres y le despierta una mujer empapada que quiere entrar por la puerta del jardín. La lluvia cae con alguna violencia; ella está empapada y él la deja entrar. En algún momento se quitará sus ropas empapadas; en algún momento se quedará desnuda, como hacen ellas en los sueños. Pronto comprenderemos -no todos los espectadores- que se trata de un sueño: una pesadilla. En ella participarán Salvador Dalí y su médico personal y gran amigo, Abraham Yahuda. Pasarán más cosas extrañas: las paredes se harán blandas, como en algunas pinturas del propio Dalí. Algo pasará en un cuarto extraño, en un closet, de donde entran y salen; algo pasa con un manuscrito de Freud. Estamos en 1938, Hitler triunfa en Europa, ha pasado la Noche de Cristal en la que se rompieron los escaparates a los comerciantes judíos, la guerra amenaza. Freud está enfermo de muerte (un cáncer de boca; se dice que por fumar tanto puro, pero Wilhelm Reich decía que por tantas maldades como había dicho), y es la morfina con que calma sus dolores la que le produce esta pesadilla.
Hysteria
De Terry Johnson, traducción de Josep Costa. Intérpretes: Isabel Serrano, Enrique Alcides, Richard Borrás, Elisa Álvaro. Escenógrafo: Pierre-François Limbosch. Vestuario: Antonio Miró. Adaptación y dirección: John Malkovich. Centro Cultural de la Villa de Madrid.
Ah, pero no es por nada. El autor la construye para reprochar a Freud su no creencia en Dios. No se puede, la explican todos, no creer en Dios en un tiempo como éste. Lo dice Dalí, o el arte, que quita de la pared una pintura de Picasso para poner una suya; el médico, o sea, la ciencia; y la mujer, Jessica, que, aparte de algo de obsesión sexual onírica, representa a las psicoanalizadas, o -¡yo que sé!- el psicoanálisis, el inconsciente, o algo a lo que le falta un dios. En la lucha y la discusión, se trata de arrojar al fuego el manuscrito en el que el psicoanalista exponía su ateísmo: él mismo lo tira a la chimenea.
Lástima que el libro en el que expuso su no a la religión, El porvenir de una ilusión, tenía ya 11 años (1927) cuando se produce la acción. Decía el maestro: "Las creencias, en la medida en que suponen unas ilusiones optativas contrarias a la realidad, son comparables a una feliz demencia alucinatoria". Pero, tratándose de un sueño, podría ser el del arrepentimiento de Freud por no haber sufrido a tiempo esa "demencia alucinatoria".
A esto nos conduce el autor británico, Terry Johnson, muy apreciado, y nada menos que John Malkovich, director y actor de fama mundial. No se les ve, en esta ocasión, el talento. Freud queda como un vejete malhumorado y tonto, la imitación de Dalí pone enfermo de los nervios, la tergiversación de lo que se sabe fastidia. De toda la interpretación se salva -para mi manera de ver- Isabel Serrano, que interpreta el papel que a mí me parece verdadero protagonista -o representante de las ideas del autor- y lo hace muy bien. Creo que también los espectadores lo advirtieron por la intensidad de sus aplausos en su presencia. Es lo único bueno que se ve.