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Columna
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La fuerza del gesto

El pintor bilbaíno Carmelo Camacho (Valdepeñas, Ciudad Real, 1959) ha montado dos exposiciones suyas a la vez en la galería Bilkin (Bilbao, Heros, 22). Una de ellas, en el ámbito propiamente dicho de la galería, y la otra en el espacio de la trastienda. Aunque el motivo de las dos muestras se deba a la sobreabundancia de producción artística, lo más sustancial es comprobar que esa creación está regida por dos tendencias plásticas. Una, en torno al influjo evocador de la obra de Bonifacio -a quien Camacho admira abiertamente, sin tapujo alguno- y otra más inmersa el expresionismo abstracto de amplísimo recorrido. Esa tendencia primera está visible en las obras de menor tamaño, repartidas por las paredes de la trastienda. Destaca la gracia de los temas, el encanto vigoroso de los trazos, el refinamiento de las composiciones, la armonía permanentemente viva del color, el sabio acabado de los remates. Ya sólo con este bagaje plástico en su haber podemos valorar con alta nota la exposición de Bilkin.

Pero donde Camacho se yergue como artista de singular relieve lo encontramos en dos obras de gran formato. Están colgadas en el ámbito principal, en las dos paredes de la derecha según se entra a la galería. Cientos de trazos cortos, medianos, largos, deambulan por esos cuadros. Los ha trazado una mano fuerte como una ganzúa, que hubiera sido atemperada por el polvo de mariposa impregnado en la madera de los pinceles. Las grafías pululantes crean laberintos, sinuosas reticulaciones orgánicas, redes de distintas familias; y entre unas y otras aportaciones, siempre el regalo inestimable de permanecer, mientras miramos, dentro de un mar de sensaciones.

Desde su última exposición, hace dos años en Bilkin, Camacho ha crecido. Ha trabajado con ahínco y vivido en ese tiempo atento tanto al ajeno saber como a su propio saber. "No se vive si no se sabe", decía Baltasar Gracián. Han sido dos años fecundos. Todo cuanto ha aprendido lo ha trasladado a su mano y ha hecho visible para nosotros aquello que sucede en los mejores logros del arte gestual; o sea, que cuando la mano tiende a adormirse en el signo, un nuevo signo la despierta y vuelve a dar la vida al cuadro, aliándose con el impulso orgiástico de los colores. Sabemos que ese vaivén de pausa e inicio es la voz primera del gran arte gestualista. Luego se irán adhiriendo un sinnúmero de desórdenes múltiples, que se verán embridados por equilibrados gestos, y otra vez harán aparición grafías de distinto signo, inevitablemente extrañas entre sí. Y de nuevo la mano sensible (vigorosa, tenue, recia, dulce, ambigua) se encargará de apacentar el todo para dar vida real al cuadro. Pues bien, todo esto y más se encuentra en esos lienzos de gran formato, realizados por la mano fecunda de Carmelo Camacho.

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