Quijote y acracia
Es curioso que el poder se haya apoderado, por fin, del Quijote; una obra de transgresión, hecha por quien se había vuelto ácrata antes de la palabra, que es relativamente nueva en nuestras tres lenguas romances. Es una actitud intelectual española: los desencantos se acumulan, se empieza a ver el país sin antiparras de colores de opciones políticas, de glorias militares o de esperanzas gozosas celestiales, se ve una vida larga detrás -para Cervantes y su tiempo, 58 años era mucha edad- que resulta inútil; y si se tiene talento como lo tuvo, se crea un lenguaje paralelo; disfrazado por el de un psicópata que pasea por España y ve sus aristócratas, sus galeotes, sus curas y sus promiscuas, y sabe que no hay más amor que el que se inventa. Siempre pensé que las grandes obras literarias son fruto de la censura: decir lo que no se puede hace crear una semiología paralela, de forma que el que está dentro de ella entienda y el censor ni siquiera sepa de qué se está hablando; y cuando se entera, es ya demasiado tarde. ¡La literatura! Teniendo en cuenta que un censor de naturaleza intelectual -los hay- prefiere no enterarse ni hacer jeroglíficos. Lope de Vega transgredía con su vida, con sus amores profanos de cura infiel; Góngora, con su lenguaje poético trastocado. No sé, cada uno con su posibilidad.
Cervantes vino a contarlo todo, en su obra itinerante, con los dos puntos de vista hermanados. No creo que nadie dude ya de que Quijote y Sancho son un solo ser, que forma la unidad con quien habla por ellos, Cervantes. No sé por qué se ha de creer en la Santísima Trinidad, que es absolutamente improbable, y no entender esta fácil noción literaria. Andar y ver, vieja vocación, que a veces añadía un tercer miembro de esa trinidad: contar. Lo que veía y contaba Cervantes en ese libro era una reducción de lo que había visto en toda su vida, y le había desengañado, atristado, envejecido. Una familia con el honor perdido, con la cárcel siempre próxima, con la escritura como único sustento. Queda claro que no era un hombre del poder. Queda claro que el poder, desde el imperio de un rey descolocado y atontado ante la decadencia, de unos eclesiásticos que tenían hogueras y prisiones, de unos alcaldes simplemente estúpidos, era lo que denunciaba. Lo sigue siendo. Ahora el poder ha aprendido y exalta al ácrata antiguo. Le basta gastar unos millones y se hace culto, libre, inteligente.
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